16 sept 2013

El sueño del capitán

—¿Sabes qué día es hoy? –preguntó el capitán Lombardo–. Hoy es mi cumpleaños.
—¡No me digas! Mi viejo capitán... ¿cuántos son? ¿Cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco?
—Cincuenta.
—¡Imposible! ¡Pero si eres fuerte como un toro y resistente como un ragazzo de veinte!
Berta había aprendido algunas palabras en italiano, lo que volvía loco al capitán. El detalle incrementaba su tarifa en cinco dólares la hora. Berta era la prostituta favorita de Lombardo desde que había sido contratado en la naviera hacía ya quince años. Se arrimó un poco más al cuerpo sudado del hombre por el esfuerzo recién realizado.
—¿Sabes lo peor? Que nadie aquí dentro se acordó de mí.
—¡Oh! No te amargues, amore, ellos son tus compañeros, no tus seres queridos.
—No lo comprendes. Son casi de la familia. Nuestra vida depende de los demás y ni siquiera conocemos cuándo el otro se hace un poco más viejo.
A Berta no se le ocurrió qué contestar y acarició el pecho velludo del hombre todavía jadeante.
—¿Sabes lo que te digo? –dijo después–. Que hoy no te cobro; ¡ya es hora de tener un detalle con mi migliore amigo! ¿D'accordo?
—No te molestes –dijo con un deje de indiferencia el capitán–, tú no tienes la culpa.
Lombardo estiró su mano desocupada (la otra acariciaba el trasero y la baja espalda de Berta), para alcanzar el whisky de quince años sobre la mesilla. Dio un largo sorbo y carraspeó.
—¿Qué sucede, amore? –Berta miró al capitán–. Te veo ido, molto distante, como si estuvieras en mitad del océano y no del camarote.
—¿En mitad del océano? –Lombardo sonrió con levedad–. Ojalá... –susurró después.
—¿Cómo que ojalá? ¿Qué sería de tus pasajeros sin là tua bravura al timone?
Lombardo dio la callada por respuesta y bebió otro gran sorbo. Permaneció minutos pensativo, mirando al infinito, al desesperante infinito para Berta:
—¡Reacciona! ¡Me oyes! ¡Reacciona! –le dio dos suaves sopapos que no inmutaron al hombre–. Que viene la tormenta, ¿o es que no te acuerdas?
—Ah, sí, la tormenta –dijo, sin mucho ánimo, el capitán–. La tormenta...
Berta se incorporó y se vistió con rapidez.
-¿A qué esperas? –dijo–. Quedamos en que tenía que ser rapidito porque debías encargarte del timón.
—Verdad.
—¿Entonces? Ale, ale, ale... –la prostituta lo zarandeó pero cuanto más se esforzaba más parecía el capitán una estatua.
—¿Sabes, Berta? –habló por fin Lombardo con una sonrisa dibujada en la boca– De pequeño yo quería ser capitán de un gran barco.
—¡Per favore, Paolo! –tal era el nombre de pila del capitán–. No es el momento de historias. ¿No notas que el barco se empieza a mover?
—Un enorme e imponente barco de guerra –siguió él, ajeno al movimiento–. Quería navegar por el océano y convertirme en héroe, luchar con el enemigo y los elementos. Batallar y vencer. Llevar a mis hombres a la gloria.
—¡Basta! ¡Basta de historias, amore! Pero si aquí tienes a tres mil hombres a quienes salvar de la tormenta –Berta adoptó un tono tierno que tratase de convencer al capitán–. ¿O es que pretendes que sea Giacomo el que nos saque de esta?
Giacomo era el segundo de a bordo.
—¡Oh, el joven Giacomo! –suspiró el capitán–. Seguro que lo hará muy bien. Esta es la oportunidad que esperaba.
—¡Ma che dici! Apenas lleva unas jornadas de navegación y nos hundirá con el primer golpe de mar.
—Confía, Berta, confía.
—¡Ma...!
De pie junto a la cama, Berta no encontró las palabras cuando vio cómo el capitán Lombardo se tomaba una pastillita que había sacado rápidamente del cajón de la mesilla y se quedaba plácidamente dormido. Juró en arameo y salió del camarote a alertar al personal. El movimiento del barco empezaba a ser preocupante y pensó que esa noche iba a ser larga y quizá también ella necesitaría un whisky y una de esas pastillas milagrosas.

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