A
nadie se le escapa que Mª Isabel lleva un rato con mala cara. Parecía imposible
que hasta hacía unas semanas fuera la sonrisa más agradable de todo el barco,
capaz de alegrar, en palabras del mismísimo capitán, la más penosa jornada de
crucero.
Iban
ya tres clientes que se quejaban de la poca amabilidad de la peruana, y no le
quedo más remedio a Romina, la encargada del bar, que llamar a su mejor
camarera a un pequeño cuartucho junto a la cocina. Preguntada con insistencia,
Mª Isabel sólo dejó caer que se trataba de un simple mal día, disculpándose
concienzudamente y prometiendo tratar de hacerlo mejor durante las seis horas
que todavía le quedaban en aquel bar, a las que había que añadir otras seis en
el club de fumadores en la tarde-noche. Demasiados años llevaba Mª Isabel en la
naviera y, consciente de que Romina era la mano derecha, por decirlo finamente,
del bar manager, no pensó un solo
momento en desahogarse o soltarle unas cuantas palabras bien dichas a aquella lagarta.
No
pudo sin embargo disimular unas lágrimas cuando dio media vuelta, y el gesto de
tristeza no se le borró hasta que, bien entrada la madrugada, pudo por fin retirarse
al camarote y deshacerse del uniforme. Allí tomó un marquito que descansaba
sobre una ridícula mesita y lo besó. Había en él una foto de ella y sus dos
hijos que ahora estaban a cargo de los abuelos. ¿Durante cuánto tiempo? No era
seguro pero por la experiencia sabía que, después de haber embarcado aquella
misma mañana tras sus dos semanas de vacaciones, no pasarían menos de nueve
meses sin pisar tierra y trabajando de domingo a domingo en jornadas de doce a
catorce horas. Todo para que a ellos no les faltase la plata cada principio de
mes. Sólo Dios sabía cuánto más podía aguantarlo, igual que sabía que si no fuera
por ellos desearía que al cerrar los ojos de puro cansancio no volviera a
abrirlos.
magnífico.
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