La
noche era movida. No comprendía por qué no conseguía conciliar el sueño, hasta
que supuse que en realidad no quería dormir: mi cuerpo luchaba contra la lógica
del natural ciclo vital y segregaba adrenalina. Temblaba como si aguardase la
nota de un examen importante o una noticia que cambiaría mi vida, pero nada de
eso existía y la tensión provenía de otra parte.
Consciente
de cierto estado de excitación, me incorporé y me asomé a la terraza del
camarote. Me apoyé en la barandilla y sentí un enorme respeto por la
naturaleza. El universo a mi alrededor era negro como la muerte, acompañado de
aleatorias montañitas de espuma blanca del romper de las olas, sin un solo
barco en el horizonte ni una sola estrella de esperanza en el cielo. El viento
chirriaba entre los hierros del barco y gotitas de agua salada salpicaban mi
cara, a pesar de la altura de mi camarote, en la décima cubierta, la sexta
sobre el océano.
¿Y
si alguien se cae ahí?, me pregunté. ¿Y si suenan los tres pitidos de hombre al
agua? Pensé en un pobre camarero que recogía uno de los bares de la cubierta
exterior que, en un golpe de viento, se resbalaba y daba media vuelta sobre la
barandilla que le separaba del abismo. Ese desgraciado ya puede rezar todo lo
que sabe porque si no muere de los golpes que se lleve por el camino, tardaría
sólo minutos en ser engullido por las olas o consumido por la hipotermia. De
poco valdrían las labores de búsqueda, difíciles y pesadas en semejante
armatoste. Dudo que ni siquiera alguien pudiera escuchar sus últimos gritos de
desesperación. Descanse en paz.
Sentí
frío, más del que me gusta sentir habitualmente, y entré en el camarote. Con la
puerta de la terraza cerrada, el macabro silbido del viento exageraba su
velocidad real, pero quise conocer cuál era esa realidad y encendí el
televisor. Sintonicé el canal que mostraba ciertos parámetros de la situación y
el entorno del barco. Se me hizo un nudo en la garganta cuando comprobé que
estábamos en medio del océano, a más de mil kilómetros de la costa, y pensé en
ese pobre camarero que se pone inútilmente a nadar en dirección a ninguna
parte, condenado a su fatal destino. El viento era de sesenta nudos, más fuerte
de lo que creía, y de pronto me pareció que conocer ese dato hizo que el barco
se moviera en círculos con mayor intensidad.
Apagué
el televisor. Notaba el corazón rebotando contra mis costillas. Entonces le di
un beso a ella en la frente, ajena a todo el temporal gracias a una pastilla
que le habían dado durante la cena, me puse una chaqueta por encima del pijama
y salí del camarote.
El
pasillo hasta las escaleras era largo y no sé si era producto de mi
imaginación, pero me parecía que los dinteles de las puertas mantenían un
ángulo constante sobre la horizontal, como si el barco fuera ladeado, y yo me escurría
hacia un lado, siéndome imposible caminar en línea recta.
Cuando
alcancé las escaleras la amplitud de espacios me hizo recobrar cierto sentido
del equilibrio y pude subir sin dificultades, hasta que dos pisos después abrí
la puerta de la cubierta exterior y la súbita corriente estuvo a punto de
tirarme hacia atrás. Conseguí mantenerme en pie y salir, haciendo una enorme
fuerza para que la puerta no se me viniera encima. Fuera, algunas luces parecían
estar ahí para restar pavor a la situación, pero una mirada al suelo y
alrededor bastaba para que volviese la carne de gallina. Nadie pasaba por allí
y era como si transcurrieran siglos de abandono: las sillas estaban
descolocadas, fuera del orden escrupuloso con el que los tripulantes trataban
de mantenerlas alrededor de las mesas. Había toallas tiradas, si no habían
volado ya al abismo, vasos volcados con el líquido desparramado alrededor, y
restos de comida por todas partes. Era como si se hubiera celebrado una gran
fiesta y un tornado irrumpiera para echarlo todo a perder y liquidar a los
participantes. El sonido era atronador, golpeando los cristales y las paredes y
haciendo rebotar los eslabones cadenas que sujetaban las hamacas junto a la
piscina. Precisamente en la piscina pude ver, para mi sorpresa, que se formaban
pequeñas olas que salpicaban la madera de los alrededores. Sin duda había
subestimado la fuerza del temporal desde la terraza.
Caminé
sin arrimarme a los bordes, temeroso de convertirme en el camarero que había
imaginado. Alcancé las últimas escaleras, las que daban a la cubierta trece, en
la proa del barco. Estaba allí, lo más adelantado posible dentro del aquel
pequeño mundo. Tras de mí, sólo había más alto una estructura con la sirena del
barco y ciertos aparatos de medición, con unas escaleras de seguridad y
pasillos y entradas para los tripulantes. Delante, una cristalera formada por
multitud de pantallas separadas por una estrecha rendija, cortaba el viento que
sonaba con fuerza, y evitaban los más de veinticinco metros de caída hacia la
nada. Asomé la cabeza entre dos de los cristales y el viento me golpeó con
violencia. Regresé a la protección de una de las pantallas y me sujeté a la barandilla,
mirando al frente con las piernas separadas para mantener el equilibrio con
mayor facilidad.
Allí
perdí la noción del tiempo y permanecí inmóvil, o todo lo inmóvil que podía con
las sacudidas. Pensé en cuánta gente habría tras de mí: trabajando, durmiendo,
quizá haciendo el amor o asustados por el temporal. Todos habíamos embarcado
para pasar una semana inolvidable y ahora rezábamos para salir vivos de
aquella. Pero también pensé que aquel era un barco y aquella era la mar, y que
en el fondo si el barco tuviera alma sentiría que noches como aquella eran su
verdadera razón de ser, cortando las olas a su paso y sobreviviendo a unas
condiciones extremas, mantenido la flotabilidad cuando cualquier otra
estructura habría zozobrado. Siendo barco al fin y al cabo.
Escuché
terribles crujidos que parecían provenir de debajo de la línea de flotación.
Del mismísimo averno. Era como si una roca rajase el casco y el agua empezara a
entrar a borbotones. En cualquier momento sonaría la señal de alarma y la gente
enloquecería. Entonces todos se pondrían los chalecos salvavidas y tratarían de
recordar, posiblemente de manera inútil, las advertencias del simulacro de
situaciones de emergencia. Poco a poco el barco se hundiría, probablemente de
lado, con el agua alcanzando cubiertas más altas, mientras los pasajeros se
suben desesperada y desordenadamente a los botes salvavidas. Allí dentro todo
se movería más y habría verdadero pánico. Y vómitos, llantos e infartos. Y yo,
mientras, quizá seguiría allí arriba, ensimismado por el poder de la
naturaleza, por el fragor de aquella hermosa batalla entre océano y barco, para
aguardar una muerte sin duda honrosa, épica, digna de contar y de ser escrita.
Pero
los crujidos no pasaron de eso, de crujidos, y la batalla nunca se celebró y,
si se celebró, la ganó el barco, el hombre, y poco a poco el viento amainó y
hacía que mi presencia allí arriba tuviera menos sentido. Por eso regresé al
camarote y no sabía exactamente cómo sentirme, pero creo que cierta pena me
invadió cuando abrí la puerta, me quité la chaqueta, vi que ella seguía
durmiendo y yo traté de imitarla tumbándome a su lado.
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