11 sept 2013

Temporal

La noche era movida. No comprendía por qué no conseguía conciliar el sueño, hasta que supuse que en realidad no quería dormir: mi cuerpo luchaba contra la lógica del natural ciclo vital y segregaba adrenalina. Temblaba como si aguardase la nota de un examen importante o una noticia que cambiaría mi vida, pero nada de eso existía y la tensión provenía de otra parte.
Consciente de cierto estado de excitación, me incorporé y me asomé a la terraza del camarote. Me apoyé en la barandilla y sentí un enorme respeto por la naturaleza. El universo a mi alrededor era negro como la muerte, acompañado de aleatorias montañitas de espuma blanca del romper de las olas, sin un solo barco en el horizonte ni una sola estrella de esperanza en el cielo. El viento chirriaba entre los hierros del barco y gotitas de agua salada salpicaban mi cara, a pesar de la altura de mi camarote, en la décima cubierta, la sexta sobre el océano. 
¿Y si alguien se cae ahí?, me pregunté. ¿Y si suenan los tres pitidos de hombre al agua? Pensé en un pobre camarero que recogía uno de los bares de la cubierta exterior que, en un golpe de viento, se resbalaba y daba media vuelta sobre la barandilla que le separaba del abismo. Ese desgraciado ya puede rezar todo lo que sabe porque si no muere de los golpes que se lleve por el camino, tardaría sólo minutos en ser engullido por las olas o consumido por la hipotermia. De poco valdrían las labores de búsqueda, difíciles y pesadas en semejante armatoste. Dudo que ni siquiera alguien pudiera escuchar sus últimos gritos de desesperación. Descanse en paz.
Sentí frío, más del que me gusta sentir habitualmente, y entré en el camarote. Con la puerta de la terraza cerrada, el macabro silbido del viento exageraba su velocidad real, pero quise conocer cuál era esa realidad y encendí el televisor. Sintonicé el canal que mostraba ciertos parámetros de la situación y el entorno del barco. Se me hizo un nudo en la garganta cuando comprobé que estábamos en medio del océano, a más de mil kilómetros de la costa, y pensé en ese pobre camarero que se pone inútilmente a nadar en dirección a ninguna parte, condenado a su fatal destino. El viento era de sesenta nudos, más fuerte de lo que creía, y de pronto me pareció que conocer ese dato hizo que el barco se moviera en círculos con mayor intensidad.
Apagué el televisor. Notaba el corazón rebotando contra mis costillas. Entonces le di un beso a ella en la frente, ajena a todo el temporal gracias a una pastilla que le habían dado durante la cena, me puse una chaqueta por encima del pijama y salí del camarote.
El pasillo hasta las escaleras era largo y no sé si era producto de mi imaginación, pero me parecía que los dinteles de las puertas mantenían un ángulo constante sobre la horizontal, como si el barco fuera ladeado, y yo me escurría hacia un lado, siéndome imposible caminar en línea recta.
Cuando alcancé las escaleras la amplitud de espacios me hizo recobrar cierto sentido del equilibrio y pude subir sin dificultades, hasta que dos pisos después abrí la puerta de la cubierta exterior y la súbita corriente estuvo a punto de tirarme hacia atrás. Conseguí mantenerme en pie y salir, haciendo una enorme fuerza para que la puerta no se me viniera encima. Fuera, algunas luces parecían estar ahí para restar pavor a la situación, pero una mirada al suelo y alrededor bastaba para que volviese la carne de gallina. Nadie pasaba por allí y era como si transcurrieran siglos de abandono: las sillas estaban descolocadas, fuera del orden escrupuloso con el que los tripulantes trataban de mantenerlas alrededor de las mesas. Había toallas tiradas, si no habían volado ya al abismo, vasos volcados con el líquido desparramado alrededor, y restos de comida por todas partes. Era como si se hubiera celebrado una gran fiesta y un tornado irrumpiera para echarlo todo a perder y liquidar a los participantes. El sonido era atronador, golpeando los cristales y las paredes y haciendo rebotar los eslabones cadenas que sujetaban las hamacas junto a la piscina. Precisamente en la piscina pude ver, para mi sorpresa, que se formaban pequeñas olas que salpicaban la madera de los alrededores. Sin duda había subestimado la fuerza del temporal desde la terraza.
Caminé sin arrimarme a los bordes, temeroso de convertirme en el camarero que había imaginado. Alcancé las últimas escaleras, las que daban a la cubierta trece, en la proa del barco. Estaba allí, lo más adelantado posible dentro del aquel pequeño mundo. Tras de mí, sólo había más alto una estructura con la sirena del barco y ciertos aparatos de medición, con unas escaleras de seguridad y pasillos y entradas para los tripulantes. Delante, una cristalera formada por multitud de pantallas separadas por una estrecha rendija, cortaba el viento que sonaba con fuerza, y evitaban los más de veinticinco metros de caída hacia la nada. Asomé la cabeza entre dos de los cristales y el viento me golpeó con violencia. Regresé a la protección de una de las pantallas y me sujeté a la barandilla, mirando al frente con las piernas separadas para mantener el equilibrio con mayor facilidad.
Allí perdí la noción del tiempo y permanecí inmóvil, o todo lo inmóvil que podía con las sacudidas. Pensé en cuánta gente habría tras de mí: trabajando, durmiendo, quizá haciendo el amor o asustados por el temporal. Todos habíamos embarcado para pasar una semana inolvidable y ahora rezábamos para salir vivos de aquella. Pero también pensé que aquel era un barco y aquella era la mar, y que en el fondo si el barco tuviera alma sentiría que noches como aquella eran su verdadera razón de ser, cortando las olas a su paso y sobreviviendo a unas condiciones extremas, mantenido la flotabilidad cuando cualquier otra estructura habría zozobrado. Siendo barco al fin y al cabo.
Escuché terribles crujidos que parecían provenir de debajo de la línea de flotación. Del mismísimo averno. Era como si una roca rajase el casco y el agua empezara a entrar a borbotones. En cualquier momento sonaría la señal de alarma y la gente enloquecería. Entonces todos se pondrían los chalecos salvavidas y tratarían de recordar, posiblemente de manera inútil, las advertencias del simulacro de situaciones de emergencia. Poco a poco el barco se hundiría, probablemente de lado, con el agua alcanzando cubiertas más altas, mientras los pasajeros se suben desesperada y desordenadamente a los botes salvavidas. Allí dentro todo se movería más y habría verdadero pánico. Y vómitos, llantos e infartos. Y yo, mientras, quizá seguiría allí arriba, ensimismado por el poder de la naturaleza, por el fragor de aquella hermosa batalla entre océano y barco, para aguardar una muerte sin duda honrosa, épica, digna de contar y de ser escrita.
Pero los crujidos no pasaron de eso, de crujidos, y la batalla nunca se celebró y, si se celebró, la ganó el barco, el hombre, y poco a poco el viento amainó y hacía que mi presencia allí arriba tuviera menos sentido. Por eso regresé al camarote y no sabía exactamente cómo sentirme, pero creo que cierta pena me invadió cuando abrí la puerta, me quité la chaqueta, vi que ella seguía durmiendo y yo traté de imitarla tumbándome a su lado. 

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