He
llegado a la treintena y viviré con suerte otros sesenta años. Eso son 21.900
días más y 525.600 horas más como ésta que emplearé en desarrollar mi idea. Me
pregunto cuántas de esas miles de horas serán de provecho y cuántas serán
perdidas o, simplemente, indiferentes. Cuántas habrán valido la pena y cuántas
habrán sobrado. Cuántas habré dedicado a lamentar mi pasado o planificar mi
futuro y cuántas a vivir la hora misma, su esencia, su yo. Porque el futuro
termina siendo no más que una sucesión de presentes que parecen destinados a
preparar inútilmente el terreno de los siguientes términos de la sucesión, y
estos de los siguientes, y así hasta que no existan más términos.
Se
busca constantemente la trascendencia, creyendo que el tiempo que se convive
con la banalidad no es sino un mal necesario para una merecida época de
elevación de espíritu, cuando se desconoce incluso si existe tal lugar elevado
o si será suficiente con detenerse ahí una vez se alcance. Pero cuando pasa el
tiempo y uno permanece en el mismo nivel, se pregunta cosas como cuánta vida ha
perdido en no se sabe qué, en lugar de... en lugar de no se sabe muy bien
tampoco el qué, pero que sin duda es algo mejor y que algunos llaman vivir el
presente, y que pregonan como si el decirlo bastara para que fuese real; y ante
la conclusión de que decirlo no basta se vuelve a la idea interior de
trascendencia, de convicción de una especie de superioridad individual con
respecto al común de los mortales, titubeando sin embargo cuando esas mentes
inquietas se preguntan si algún día llegará su... su... su "lo que
sea".
El
tiempo es añorado cuando no se posee y menospreciado cuando se dispone en
grandes cantidades. El tiempo es enemigo de la inspiración y de la fluidez de
las ideas. El tiempo trae consigo el atascamiento cerebral. El cerebro rinde en
la angustia y muere en el descanso. Nos hace creer el cerebro suicida que
debemos buscar el descanso para gozar de todas aquellas cosas que nos acercarán
a la felicidad, pero nos miente y cuando dispone de tiempo aparece muerto y nos
lamentamos. Hemos perdido nuestra esencia, ese "yo" que sólo parece
existir muy lejos, en la angustia, en el estrés, en la falta de tiempo.
Cabe
preguntarse qué hacer para remediarlo porque, como he dicho, cada vez se valora
más el poco tiempo restante. Pero mientras se pregunta uno qué hacer no vive y
mientras vive, se siente que no hace lo que desea hacer. La mejor solución será
quizá aprovechar los minúsculos rescoldos de tiempo cuando el cerebro está en
plena actividad, utilizando la inercia para planificar los momentos libres con
cierta clarividencia; y cuando llegue ese momento será como un trabajo y
entonces el cerebro no morirá.
Es
triste pero ahora que he tenido tiempo mi cerebro, si no ha muerto, está en
coma, y estoy esperanzado en que cuando llegue la ausencia de tiempo volverá en
sí y en los ratos libres espero... espero... no sé muy bien lo que espero.
Pues yo no te veo a ti con un encefalograma plano, la verdad.
ResponderEliminarSaludito.