Se
nota en el ambiente infestado de aire ponzoñoso. Le miran mal, por encima del
hombro. Casi como a un terrorista o a un pederasta. Desde luego, candidato a
recibir un escupitajo en el ojo.
Porque
a la vista es un tipo de uno ochenta, con buen porte, buenos hombros, espalda
algo ancha, bien vestido, pinta de sano. De deportista. Parece esconder una
tableta de chocolate Lindt bajo la
camisa. El terror de las nenas y la envidia del resto de gallos.
Pero
ay amigo... lo que verdaderamente esconde. En efecto no va mal de hombros, de
espalda e incluso de brazos pero... seguimos bajando y ¿qué hay? La tableta de
chocolate apenas se intuye bajo una fina capa de grasa que inutiliza cualquier
esfuerzo por sacar los músculos a la luz. Pero ahí no se acaba la cosa, ¡desde
luego que no! Lo peor está a unos centímetros a izquierda y derecha: un par de
michelines que vive dios si no parecen dos tumores metastasiados cintura
alrededor.
Dos
lorzas saturadas de grasa animal que bien podían tener un agujero en medio y
hacer de asas de ese poca cosa que fácilmente se convertiría en olla exprés con
guiso, lentejas y cerveza dentro. Eso es lo que le gusta al desgraciado. Sus asas
desmerecen todo intento de mantener el cuerpo entre la decencia. Hacen de él
toda una caricatura del ridículo personificado. Son el trauma y la vergüenza. La
carcajada a hurtadillas. El perfecto contraejemplo, el espejo en el que nunca
mirarse. La arcada y el vómito.
No
sabe si son herencia, un mal metabolismo o el resultado de años de descuido. Quizá
un castigo de dios por haber sido un hijoputa en otra vida.
No
deja de luchar por eliminarlas y, sin embargo, ahí están las asas ganando la
batalla del sinsentido en que se ha convertido su vida. Se pone la camiseta de
nuevo. Humillado. Cobarde. Tan cobarde como escribir este relato en tercera
persona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario