25 oct 2013

Las asas

Se nota en el ambiente infestado de aire ponzoñoso. Le miran mal, por encima del hombro. Casi como a un terrorista o a un pederasta. Desde luego, candidato a recibir un escupitajo en el ojo.
Porque a la vista es un tipo de uno ochenta, con buen porte, buenos hombros, espalda algo ancha, bien vestido, pinta de sano. De deportista. Parece esconder una tableta de chocolate Lindt bajo la camisa. El terror de las nenas y la envidia del resto de gallos.
Pero ay amigo... lo que verdaderamente esconde. En efecto no va mal de hombros, de espalda e incluso de brazos pero... seguimos bajando y ¿qué hay? La tableta de chocolate apenas se intuye bajo una fina capa de grasa que inutiliza cualquier esfuerzo por sacar los músculos a la luz. Pero ahí no se acaba la cosa, ¡desde luego que no! Lo peor está a unos centímetros a izquierda y derecha: un par de michelines que vive dios si no parecen dos tumores metastasiados cintura alrededor.
Dos lorzas saturadas de grasa animal que bien podían tener un agujero en medio y hacer de asas de ese poca cosa que fácilmente se convertiría en olla exprés con guiso, lentejas y cerveza dentro. Eso es lo que le gusta al desgraciado. Sus asas desmerecen todo intento de mantener el cuerpo entre la decencia. Hacen de él toda una caricatura del ridículo personificado. Son el trauma y la vergüenza. La carcajada a hurtadillas. El perfecto contraejemplo, el espejo en el que nunca mirarse. La arcada y el vómito.
No sabe si son herencia, un mal metabolismo o el resultado de años de descuido. Quizá un castigo de dios por haber sido un hijoputa en otra vida.
No deja de luchar por eliminarlas y, sin embargo, ahí están las asas ganando la batalla del sinsentido en que se ha convertido su vida. Se pone la camiseta de nuevo. Humillado. Cobarde. Tan cobarde como escribir este relato en tercera persona.

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