3 oct 2013

El avión de las siete

Mentiría si digo que hacía aquella excursión cada domingo, pero por aquel entonces eran más los domingos de melancolía y paranoias que los de siesta y fútbol; así que allí estaba, sentado en una amplia y cómoda piedra en lo alto del monte, adonde había llegado tras pedalear unas duras rampas que fortalecían mis piernas y mantenían vivo mi espíritu. A mi derecha una espectacular panorámica del aeropuerto me convencía de que no sólo la naturaleza puede ofrecernos hermosos paisajes, si bien la fealdad de las casas y edificios que se extendían a mis pies estropeaban la que podría ser una bonita vista de la ría del Burgo.
Era cuestión de minutos que se cumplieran las siete y, por ende, que comenzasen a aterrizar los aviones. Hacía una preciosa tarde de niebla, con nubes muy bajas pero no a ras de pista, por lo que no tendrían que desviar los vuelos a Santiago, cosa por otro lado bastante habitual en Alvedro y frustrante para mí y supongo que para los pasajeros a los que todavía les quedaría otra hora de viaje para llegar a sus destinos.
El sonido de los motores se hacía esperar y pude escudriñar el paisaje desde mi posición privilegiada. El agua de la ría parecía más gris que azul, los árboles parecían de verde grisáceo y todos los tejados tendían también al gris, como si una ley natural les obligase a mantener la armonía con el cielo amenazante de frío y lluvia fina. Era un tiempo horroroso para el común de los coruñeses que, sin embargo, a mí me hace sentir cierto orgullo patrio, especialmente cuando abandono mis latitudes y aparecen el calor abrasador o el frío paralizante.
Estaba abriendo mi segundo donuts, señal inequívoca de que levantaría mi bicicleta y volvería a casa, cuando por fin un ruido de fondo llegó a mis oídos desde el norte. ¿El norte? ¡Qué extraño! Volví a cerrar el donuts y lo guardé en la riñonera, fijando mi mirada en el monte del otro lado de la ría, desde donde aparecían siempre los aviones, pero aquello era el este y no el norte, pues por allí salía el sol. Pensé que, como muchas veces sucede, las ondas sonoras nos engañan y parecen provenir de un lugar diferente al de la posición del objeto causante; pero no podría comprobarlo hasta que el aparato volase a no demasiados metros sobre la pista, pues la niebla persistía espesa a poca altura. Imaginé que el avión irrumpiría de golpe de entre las nubes, majestuosamente, tomando tierra apenas unos segundos después en un aterrizaje no apto para pilotos principiantes. Sería todo un espectáculo porque soplaba un constante viento lateral que podría dificultar aún más la maniobra.
Crecía mi inquietud a medida que el sonido se hacía más fuerte y se confirmaba que procedía del norte. Mis oídos no podían seguir equivocados. Pensé por un momento que el piloto volaría a cierta altura al darse cuenta, si la torre no le había avisado, de que la niebla le había jugado una mala pasada y había calculado mal el ángulo de aproximación. Dará una vuelta y regresará enfilado correctamente, me dije.
Pero el sonido de los motores se hacía más fuerte. Con esos decibelios, pensé, sería el momento para que el avión rompiese todo el espesor de nubes y se hiciera bien visible. Por eso separé mis manos, que se sujetaban entre sí por el exterior de las rodillas, y me limpié las gotas de las pestañas que molestaban ligeramente mi visión. Luego forcé la vista buscando entre las nubes, por supuesto hacia el este, pues si apareciese a tan poca altura por cualquier otra dirección sería una catástrofe.
Los malos augurios se confirmaron cuando, volando a escasos cincuenta metros sobre el Puente Pasaje, un Airbus A300 de Iberia y por tanto procedente de Madrid, hizo su aparición ligeramente inclinado hacia el morro en una fatal caída hacia la ría. Llevaba desplegado el tren de aterrizaje. ¡Dios!, grité. Me levanté instintivamente, como si así pudiera hacer algo por los doscientos cincuenta pasajeros, además de la tripulación, que con seguridad llenaban la aeronave. Note cómo me subían las pulsaciones mientras perdía altura. La escena era dantesca. Pensé en grabarlo todo con mi teléfono pero... ¿para qué? Me llamé indigno por la sola idea de recrearme en tamaña tragedia. Observé el avión. No salía fuego ni humo de ninguno de los motores. Exteriormente su estado era óptimo. ¿Qué podría haber sucedido? ¿Error técnico o humano? Me puse en la piel de los desesperados pasajeros que observaban con impotencia su inmediata muerte. ¿Qué podría pasar por sus cabezas, si es que algo podía pasar por ellas?
El Airbus volaba a poco más de una decena de metros cuando el morro pareció ganar altura y querer situarse en un plano superior a la cola. Una reacción agónica y tardía, pues la mitad trasera penetró en el agua y, aunque el morro simuló un heroico esfuerzo por alzarse y salir de allí, enseguida una bola de humo y fuego, provocada sin duda por el impacto con el fondo situado a sólo centímetros de la superficie, recorrió el fuselaje de atrás a adelante y propició que todo el avión se hundiera irremediablemente, acompañado de una infernal explosión tras la que se sucedieron unos eternos segundos en los que no se veían más que humo y llamas, hasta que nuevamente se hizo visible, lejos del lugar del impacto, inclinado hacia su ala derecha, con la línea de agua un poco por encima de las ventanillas, completamente inmóvil.
Tras el estruendo de la explosión hubo un silencio terrorífico, como terrorífico fue comprobar que ni un solo movimiento se apreciaba desde el interior de la cabina. Las puertas de acceso sencillamente no se abrieron, y el avión permaneció en llamas hasta que, exactamente doce minutos después, bomberos y ambulancias hicieron acto de presencia en el paseo marítimo, a escasos metros del avión siniestrado. Un hidroavión apagaba el incendio mientras varias lanchas con bomberos y efectivos sanitarios se acercaban por agua.
Yo ya no pintaba mucho allí arriba. Ahora otra gente contaba con una visión más privilegiada. El corazón me latía con fuerza y la adrenalina se me había disparado, pero no derramé una sola lágrima tras contemplar el suceso sin duda más trágico y extraordinario que mis ojos hayan visto y posiblemente vean en toda mi vida.
De hecho, de camino a casa me pregunté si en realidad yo no subía allí domingo tras domingo en espera de un acontecimiento como aquel. ¿Qué clase de persona sería en caso de respuesta afirmativa?
No me respondí. Sólo regresé junto a mis padres, que ya se habían enterado de lo sucedido a través de las noticias, que hablaban de un mínimo de ciento noventa muertos. ¿Qué causaría su final? ¿El impacto, el agua, el humo, el fuego? Uno siempre se pregunta si existirá forma de no padecer en esos casos, ya que suficiente castigo es el hecho de morir como para añadir el dolor físico a los instantes inmediatamente anteriores. Una vez leí que, cuando nosotros somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos, y por eso nos atormenta más pensar en cómo será nuestra muerte que nuestra muerte en sí.
Desde entonces no he vuelto a hacer la excursión al monte, pues nada podrá superar lo que he vivido aquel domingo. Sigo tomándome tales días, o al menos la mayoría, como de desconexión absoluta, y tengo la egoísta certeza de que, a pesar de la desgracia, poseo una increíble historia que contar a quien quiera escucharla.

1 comentario:

  1. Sin dudas, he leido un brillante relato y he disfrutado haber encontrado este valioso blog. Un cálido abrazo y felicitaciones de la Sociedad Argentina de Escritores Filial Villa María- Córdoba.

    ResponderEliminar