30 oct 2013

Mientras conduzco

Son las siete menos algo de la mañana y la cabeza —parece mentira— está bastante fresca. Me cago en dios cuando suena el despertador y concluyo que ya no me quedan más cojones que levantarme si no quiero andar apurado, pero luego, una vez desayuno y estoy en la carretera, mi cerebro posee cierta actividad. Me parezco más a un zombi de vuelta a casa, entre bostezos.
Son cuarenta y ocho kilómetros de camino. Quince rotondas, nosecuantos tramos de cincuenta, curvas de mierda, algún coche volcado. Y aún de noche, por supuesto. Total: cincuenta largos minutos para llegar al chollo, porque soy así de rata y no pago el peaje hasta la vuelta.
Entonces imagino cosas.
Hay un tipo subido a la mediana (donde hay mediana), y la gente va corriendo hacia él y el tío les da un puñetazo que los deja secos y los empuja a una especie de hoyo cuyo fondo no se alcanza a ver. Las farolas disparan rayos láser verdes que pillan a uno de cada tres coches. La gente arde viva dentro pero así es la carretera del futuro. Las casas se levantan y salen corriendo arcén arriba, hasta los cojones de los inquilinos. Las señales de cincuenta son electrónicas y su valor sube y baja como la bolsa. Ahora están a treinta y uno con cinco, ahora a noventa y tres con algo. Mola porque si la pillas arriba vas fostiado. El fuego se come los árboles de los alrededores, que se lanzan llamaradas de un lado a otro. Debajo de ellos hay milicias de pueblerinos que se llevan fatal y andan a tiros, escondidos en trincheras improvisadas. Hay que tener cuidado; de hecho mi Corsa ya tiene un par de balazos en la carrocería. Luego están las rotondas. No todas son circunferencias. Hay espirales 3D e hipérbolas que se prolongan hasta el infinito. Lo que  me jode es que no sé a quién ceder el paso. Entro en un túnel y es una especie de trance psicodélico. El fondo es negro pero hay luces verdes, amarillas y rojas formando espirales en movimiento. Los paisanos corren por el arcén más rápido que yo por mucho que le pise: me pregunto si no seré gilipollas por no hacer lo mismo; haría deporte y ahorraría. Los semáforos caen como guillotinas a intervalos regulares de nos segundos, pero es fácil evitarlos cruzando en el momento oportuno.
De pronto todas las casas son puticlubs y de sus puertas salen tipas que ofrecen sus cuerpos esculturales por bien poco: veinte euros. Quince, diez. Cinco, uno con diez, ¡como el café! Mierda, tengo novia, pienso. Sigo de largo.
El tío de enfrente viene con las largas puestas y se me quema la córnea. Duele bastante. Lloro. Pero hay que llegar al trabajo aunque ya no tenga ojos. Satanás está haciendo autostop. Iba a pillarlo pero se me adelantó el hijoputa de delante, ¿quién sería? Veo un cartel a un lado:
Alex P1
  +1.0
¡Bien! Le quito un segundo al que viene detrás pero miro por el retrovisor y parece que me está comiendo el culo. ¿Cómo será que te coman el culo?
El coche de delante es un gran fardo de billetes que dice ¡catch me! Pero cómo corre el hijoputa. Bárcenas me adelanta y los pilla por la ventanilla. Me mira, me hace una peineta y se echa un eructo gigante del que sale una gaviota. Luego me acuerdo de que a mí me llaman Luis el cabrón cuando me peino hacia atrás.
Las líneas blancas de la carretera se convierten en cocaína. No me drogo ¡pero es un chollo! Saco la nariz por la ventana e intento esnifar. Solo la polución alcanza mi pituitaria. Me frustro muchísimo.
Pero luego pienso: Alex, si tú no consumes drogas. Y vuelvo a pensar: ¿habrá alguna que consiga que todo esto sea verdad? 

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