25 oct 2014

Dispara

La guerra llegaba a su fin y aquel pueblucho de mala muerte se había convertido en la última resistencia aliada frente al absoluto dominio invasor. Que cayera el pueblo era cuestión de días, horas quizá, y sólo los coletazos de las guerrillas prolongaban la agonía de los vecinos que, en los últimas dos semanas, habían visto cómo morían niños, eran mutilados soldados y civiles, ardían sus casas y caían cañonazos del cielo día y noche.
Desde la ventana del despacho del ayuntamiento, el único edificio con la orden directa de mantener en pie, Harry tenía la misión de descargar su fusil de media distancia sobre cualquier enemigo que se pasease por lo que un día fue la Plaza Mayor, símbolo de la conquista invasora aunque ahora no fueran más que cuatro baldosas levantadas. A sus espaldas sumaba veintisiete muertos desde que se instalara allí en turnos de ocho horas. Harry era capaz de permanecer inmóvil su turno entero y tenía fama de no desperdiciar una sola bala. Era un magnífico soldado.
Algo se movió tras unos soportales en la lejanía. Oía gritos pero no podía ver nada. Demasiada distancia. Esperaría.
Martin había decidido salir a pasear por lo que aún consideraba sus calles. Se había librado de ser llamado a filas gracias a un amigo de un amigo de su padre que era general, y ahora su padre había muerto, igual que todos sus amigos y su hermano, voluntario aunque podría gozar del mismo permiso. Sin casa, derruida, y sin terrenos, quemados, Martin solía emborracharse en la única tasca que servía alcohol de forma clandestina, a la espera como tantos otros de que los disparos se terminaran o se lo llevasen de una vez por delante.
Con los primeros pasos en la plaza, Harry pudo ver que aquel hombre no era soldado, que estaba borracho y que profería gritos sin sentido. Se acercaba. Enseguida lo tuvo en el punto de mira. Era cuestión de hacer un poco más de fuerza con su dedo índice y se acabaría el escándalo.
Martin seguía adelante. Cantaba y se reía. Gritaba terribles insultos contra los invasores. Hijos de puta era lo más fino.
Un superior de Harry hacía números en el despacho contiguo y, ante el escándalo de la plaza, entró a mirar qué sucedía. Le puso en la mano en el hombro al francotirador y le dijo: adelante. Luego regresó a su sitio.
Harry apretó un poco más. Insuficiente todavía. Martin estaba ya a menos de veinte metros. Un blanco fácil hasta para un principiante. Sin embargo algo le decía que no apretase de todo el gatillo. Que dejase vivir a aquel hombre. Definitivamente decidió esperar y dejarle pasar.
Allí abajo, Martin se hacía el ebrio. Aquel día no había bebido. De hecho, estaba tan sobrio que había tomado la decisión más valiente de su corta vida y había salido a exponerse a la Plaza Mayor e insultar al enemigo mientras se decía a sí mismo: por favor, dispara.  

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