La guerra llegaba a su
fin y aquel pueblucho de mala muerte se había convertido en la última
resistencia aliada frente al absoluto dominio invasor. Que cayera el pueblo era
cuestión de días, horas quizá, y sólo los coletazos de las guerrillas
prolongaban la agonía de los vecinos que, en los últimas dos semanas, habían
visto cómo morían niños, eran mutilados soldados y civiles, ardían sus casas y
caían cañonazos del cielo día y noche.
Desde la ventana del
despacho del ayuntamiento, el único edificio con la orden directa de mantener
en pie, Harry tenía la misión de descargar su fusil de media distancia sobre
cualquier enemigo que se pasease por lo que un día fue la Plaza Mayor, símbolo
de la conquista invasora aunque ahora no fueran más que cuatro baldosas levantadas.
A sus espaldas sumaba veintisiete muertos desde que se instalara allí en turnos
de ocho horas. Harry era capaz de permanecer inmóvil su turno entero y tenía
fama de no desperdiciar una sola bala. Era un magnífico soldado.
Algo se movió tras
unos soportales en la lejanía. Oía gritos pero no podía ver nada. Demasiada
distancia. Esperaría.
Martin había decidido
salir a pasear por lo que aún consideraba sus calles. Se había librado de ser
llamado a filas gracias a un amigo de un amigo de su padre que era general, y
ahora su padre había muerto, igual que todos sus amigos y su hermano,
voluntario aunque podría gozar del mismo permiso. Sin casa, derruida, y sin
terrenos, quemados, Martin solía emborracharse en la única tasca que servía
alcohol de forma clandestina, a la espera como tantos otros de que los disparos
se terminaran o se lo llevasen de una vez por delante.
Con los primeros pasos
en la plaza, Harry pudo ver que aquel hombre no era soldado, que estaba
borracho y que profería gritos sin sentido. Se acercaba. Enseguida lo tuvo en
el punto de mira. Era cuestión de hacer un poco más de fuerza con su dedo
índice y se acabaría el escándalo.
Martin seguía
adelante. Cantaba y se reía. Gritaba terribles insultos contra los invasores.
Hijos de puta era lo más fino.
Un superior de Harry
hacía números en el despacho contiguo y, ante el escándalo de la plaza, entró a
mirar qué sucedía. Le puso en la mano en el hombro al francotirador y le dijo:
adelante. Luego regresó a su sitio.
Harry apretó un poco más.
Insuficiente todavía. Martin estaba ya a menos de veinte metros. Un blanco
fácil hasta para un principiante. Sin embargo algo le decía que no apretase de
todo el gatillo. Que dejase vivir a aquel hombre. Definitivamente decidió
esperar y dejarle pasar.
Allí abajo, Martin se
hacía el ebrio. Aquel día no había bebido. De hecho, estaba tan sobrio que
había tomado la decisión más valiente de su corta vida y había salido a
exponerse a la Plaza Mayor e insultar al enemigo mientras se decía a sí mismo:
por favor, dispara.
Qué ironía...
ResponderEliminarMe encantó, Alex.
Saludos.