Hay sueños
eróticos, repetitivos o aterradores, y luego hay sueños sin sentido que no hay
por donde cogerlos. Así fue el del otro día.
Os cuento.
Primero os pongo
en situación para que sepáis dónde transcurre la escena. Cuando mis padres
compraron el piso, hace como treinta y pocos años, compraron también un bajo en
el portal de al lado; así que tenemos un garaje individual y bastante grande,
de casi cien metros, con baño y todo, que utilizamos de trastero, local de
ensayo, cancha de baloncesto, etc.
Bien, pues ahí
empieza todo. En mi sueño el garaje aparecía como era hace años; con el suelo
de mortero sin embellecer y lleno de baches, las paredes de ladrillo a la vista y el portalón de apertura y
cierre manual, entre otros lúgubres detalles.
El caso es que el
garaje se había transformado en gimnasio, con cintas, elípticas, bicicletas y
una zona para estirar con espalderas y colchonetas. Tenía sólo los aparatos
para hacer ejercicio aeróbico, sin bancos ni máquinas para hacer pesas, ¿sabéis
por qué? ¡Porque era un gimnasio sólo para chicas! Sí, un gimnasio dónde sólo
podían entrar hembras (además de mí que era el dueño, claro), y que estuviesen
bien porque no recuerdo ninguna fea. Así que allí estaban todos aquellos
aparatos mal colocados sobre el suelo rugoso e inestable, con decenas de
preciosidades trabajando sus bonitos traseros con vistas a una pared de
ladrillo, pero disfrutando mientras sudaban y se contoneaban como si se tratase
de las mejores instalaciones que hubiesen conocido.
Yo me dedicaba a
ser el monitor y mirar el panorama desde mi cómoda silla de jefe, y creo que
fui feliz en esos segundos que, como mucho, duró esa parte del sueño.
Luego, por algún
motivo que desconozco, me tenía que ir, y empezaba a ponerme nervioso porque
las tías no se marchaban y yo tenía que cerrar, así que el tiempo pasaba y a mí
me empezaron a entrar todos los sudores, así que corté por lo sano y, en vez de
decirles una a una que lo sentía pero tenían que irse, me levanté, salí y cerré
el portalón, dejándolas a todas encerradas en mi garaje.
Pasaron no sé por
qué varios días, una semana yo diría, y estaba de nuevo ante el portalón de mi
garaje-gimnasio, acojonado por lo que sucedería en cuanto abriese de nuevo la
puerta. No existía la posibilidad de que hubieran llamado a la policía o
hubieran alertado a algún viandante golpeando la puerta. No. Estarían allí y
punto.
Abrí. Estaba
oscuro. De pronto empezaron a salir chicas. Una detrás de otra, con la misma
ropa que tenían puesta la última vez que las había visto. Me miraban mal, con
cara de pocos amigos, y alguna me decía ¡ya te vale!, o ¡ya era hora!, o ¡se te
fue la olla encerrándonos aquí!, pero seguían de largo, sin escenitas ni tratar
de asesinarme. Me sorprendió que seguían muy sudadas y jadeantes, como si
hubieran estado haciendo deporte todos aquellos días hasta el momento mismo de
mi reaparición.
Y lo mejor fue cuando
se me acercó la más cachonda, me refiero a la más cachonda de mi gimnasio real, que por supuesto era una de las
inquilinas de mi garaje, y al pasar a mi lado veo, atención, que es exactamente
ella pero ¡con la barba de varios días que le había crecido! Sí, una barba
grimosa y un bigote en su cara preciosa, como si fuera un tío que se abandonase
durante unos días y al que le crece bastante el pelo. ¡Qué mal! Y eso no es
todo. Como digo, pasa a mi lado y, mirándome a los ojos, va y me dice: no pasa
nada, Alex, te perdono, y me da un abrazo rascándome con su barba antierótica.
Luego se aleja y
yo, todavía a dos velas, veo cómo más tías reales del gimnasio se acercan y,
aunque sin barba, también me dicen que no pasa nada, que me perdonan, y siguen
de largo hacia la calle.
Y ahí se acabó el
sueño.
Guardaré para
siempre el momento clave en que la tía buena me abraza con su sudor
resbalándole por la piel, pero con aquella barba inverosímil.
En fin, que si
alguien entiende de interpretación de sueños por favor que me ayude, porque yo
os juro que en este caso no he entendido nada.
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