Cuando la vida te
da asco, cuando mandarlo todo a tomar por culo sería lo mejor que puedes hacer,
cuando envidias a quienes se atreven a saltar desde la azotea, es muy relativa
la importancia de las cosas: tus sensaciones, tus actos, tus experiencias; por
más que éstas puedan resultar asombrosas para cualquier persona en sus cabales.
El otro día, después
de aparcar el coche a cien metros del trabajo, caminaba hacia mi jaula con el
cuello doblado a ver si por fin me fracturaba las cervicales. En realidad no
tenía motivos para levantar cabeza.
Como digo, era un
alma errante con la mirada fija en las ranuras de la acera, sumido en la
ignorancia absoluta hacia todo cuanto me rodeaba. El juicio final podría estar
teniendo lugar y el infierno podría estar apoderándose de la ciudad que yo, ni
me hubiera enterado.
Quizá iba
pensando en mis cosas. O quizá no iba pensando en nada.
Sucedió a mitad
de camino, puede que en cuestión de décimas o centésimas de segundo, ¿qué más
da eso? Una luz amarillenta inundó mi campo de visión de un lado a otro y, al
instante, mis pies se despegaron del suelo y mi cuerpo voló hacia atrás y hacia
la izquierda, levantándome a casi un metro de altura en una parábola en el aire.
Mientras volaba, roté ligeramente sobre mi centro de gravedad, pero por suerte
enseguida encontré de nuevo el suelo, golpeándome con una farola y una papelera
de un trocito de césped separado por un bordillo unos centímetros de la acera.
Abrazado al
mobiliario urbano, escuché el ruido atronador que simultáneamente al chispazo
había estallado en el aire, y comprendí que se había tratado de un relámpago
que había caído muy, muy cerca. No evidentemente sobre mí pero muy, muy cerca,
¿cómo si no iba a desplazarme con esa violencia?
Aún aturdido, los
ecos del trueno se dejaban oír entre los edificios y me palpé las partes del
cuerpo —muslos y brazos en especial— que me había golpeado al caer, convencido
de que la adrenalina del momento me impedía sufrir el dolor de una fractura o,
como mínimo, unos incipientes moratones.
Me levanté.
Pisaba bien con las dos piernas. Parecía entero. Todo en su sitio salvo el
corazón que, ¡qué menos!, me latía a doscientas por minuto.
Eché una fugaz mirada
al cielo. Las nubes asesinas seguían allí. En mis ratos muertos en casa, y
creedme, son muchos mis ratos muertos, suelo mirar el tiempo del día siguiente
y no recordaba una previsión de tormentas, ni siquiera de lluvias.
No había nadie
más por allí, así que me sacudí la tierra que se me había quedado pegada a los
pantalones y seguí caminando. Sentí un enorme cosquilleo interior, no sé si
fruto de los nervios o de que realmente había acumulado tanta energía eléctrica
que en cuanto tocase a alguien lo dejaría frito. Me gustó esa idea.
El caso es que un
minuto después del relámpago todo había vuelto a la normalidad. Me dirigía a mi
jaula diaria de ocho horas. La vida seguía. Así de triste era.
Pensé que al
menos tendría una historia increíble que contar a mis compañeros, algo con lo
que fliparían en el ratito del café, pero luego me dije: ¿para qué? Sus vidas
no me interesaban una mierda y menos interés tenía yo en contarles la mía, así
que decidí callármela. Ocultarles que acababa de sobrevivir a un relámpago. Por
eso entré en mi jaula, hice mi trabajo con toda indiferencia y, ya a primera
hora, escuché cómo algunos de ellos hablaban de un relámpago que aquella mañana
parecía haber caído muy cerca de allí.
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