Menudo coñazo de
clase, y yo con un catarro de cojones. Había pasado una noche de mierda, con la
sensación de tragar sangre y respirando por la boca, pero los exámenes estaban
a la vuelta de la esquina y tenía que joderme e ir a clase así estuviera en el
lecho de muerte.
Cuando el
profesor, un viejo verde al que le gustaban bastante las minifaldas, dijo «hasta
aquí» y «podéis ir en paz» —así solía terminar sus clases—, no tardé un minuto
en salir del aula, caminar a zancada larga el pasillo de la facultad y abrir la
puerta de emergencia del fondo que daba a la calle a través de unas escaleras
exteriores.
Por fin estaba
fuera. Intenté respirar aire fresco pero todavía tenía la tocha apelmazada. Entonces
me apoyé en la barandilla e hice lo que llevaba deseando hacer todo el coñazo
de hora anterior. Aspiré con la faringe todo lo fuerte que pude, haciendo un
ruido profundo y desagradable, obligando a los mocos que encharcaban mi tráquea
a elevarse hasta mi garganta, y luego empujé en otro estruendo horrible para
que se hiciesen una bolita en la boca, entre la lengua y los dientes. Sentía
ahí la bola, dura y flexible al mismo tiempo, y una enorme liberación en el
resto del tracto respiratorio. A continuación me asomé al pequeño abismo de dos
pisos que me separaba del suelo y escupí procurando que todo me saliese de una
vez, no fuera que se me quedara la babilla colgando y hubiera que hacer un
segundo y ridículo esfuerzo. Me dolió la garganta en el acto, pero observé con
satisfacción cómo la flema amarilla con cierto toque sanguinolento caía merced
a la gravedad hasta estamparse allá abajo, matando posiblemente la hierba sobre
la que acababa de hacerse el apocalipsis.
Me sentí limpio,
más vivo que antes, preparado para volver a otro tostón de asignatura, pero entonces
sucedió lo cojonudo de esta historia. Por las escaleras de emergencia, mientras
cocinaba y ejecutaba todo mi esgarro, subía Rebeca, Rebeca Ojea, la chica de
primero que me ponía —por no decir que me gustaba, eso queda muy gay—, desde
hacía cosa de uno o dos meses y a la que llevaba intentado acercarme sin éxito
desde entonces.
Bien, pues va la
tía y sube justo en ese momento. Yo no la había visto, creí que no subía ni
dios, y de repente ahí está, a dos pasos de mí, con su abrigo y su carpeta y
sus tenis deportivos y su todo. Me quedé acojonado, a dos velas, mirándola como
si acabara de ver a la Virgen María, y ella, al ver mi estado, se asustó un
poco y no me quitaba ojo.
—Hola —dijo.
—Hola —contesté.
Pasó por mi lado.
Le miré el culo pero, antes de quedarme hipnotizado, recordé la situación
embarazosa que estaba viviendo.
—Lo siento —le
dije. Ella se volvió.
—¿Qué es lo que
sientes?
—¿No lo
escuchaste?
—¿El qué? ¿El
escupitajo?
Estaba jodido.
—Sí. El
escupitajo.
Se rio.
—Pues sí, la
verdad.
—Perdona —insistí—.
Creí que estaba solo.
—A mí no me tienes
que pedir perdón.
—Es una cerdada.
—Sí, lo es. Y muy
desagradable.
—Lo siento. De
verdad. Si hubiera sabido que venías...
—Ya está. Por lo
menos te habrás quedado a gusto.
Volvió a sonreír.
Me la follaría en ese mismo instante.
—Sí —dije—. Muy a
gusto.
—Me alegro por ti.
Bueno. Me tengo que ir a clase.
—Sí, yo igual.
Siguió su camino.
Yo dejé que anduviese unos metros por delante y vi cómo entraba en un aula
atiborrada.
Y aquí se acabó la
escena. Durante toda esa mañana no pude concentrarme en clase y sólo pensaba en
cómo remediar el desastre.
Pero dicen que no
hay mal que por bien no venga, y resulta que desde entonces Rebeca me saluda y
a veces hasta tenemos pequeñas conversaciones. Puede que algún día le deba a
aquella tremenda flema el haber conseguido algo con ella, en cuyo caso lo del
escupitajo no será nada en comparación con otro tipo de cerdadas aún más placenteras...
vosotros ya me entendéis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario