30 oct 2014

El escupitajo

Menudo coñazo de clase, y yo con un catarro de cojones. Había pasado una noche de mierda, con la sensación de tragar sangre y respirando por la boca, pero los exámenes estaban a la vuelta de la esquina y tenía que joderme e ir a clase así estuviera en el lecho de muerte.
Cuando el profesor, un viejo verde al que le gustaban bastante las minifaldas, dijo «hasta aquí» y «podéis ir en paz» —así solía terminar sus clases—, no tardé un minuto en salir del aula, caminar a zancada larga el pasillo de la facultad y abrir la puerta de emergencia del fondo que daba a la calle a través de unas escaleras exteriores.
Por fin estaba fuera. Intenté respirar aire fresco pero todavía tenía la tocha apelmazada. Entonces me apoyé en la barandilla e hice lo que llevaba deseando hacer todo el coñazo de hora anterior. Aspiré con la faringe todo lo fuerte que pude, haciendo un ruido profundo y desagradable, obligando a los mocos que encharcaban mi tráquea a elevarse hasta mi garganta, y luego empujé en otro estruendo horrible para que se hiciesen una bolita en la boca, entre la lengua y los dientes. Sentía ahí la bola, dura y flexible al mismo tiempo, y una enorme liberación en el resto del tracto respiratorio. A continuación me asomé al pequeño abismo de dos pisos que me separaba del suelo y escupí procurando que todo me saliese de una vez, no fuera que se me quedara la babilla colgando y hubiera que hacer un segundo y ridículo esfuerzo. Me dolió la garganta en el acto, pero observé con satisfacción cómo la flema amarilla con cierto toque sanguinolento caía merced a la gravedad hasta estamparse allá abajo, matando posiblemente la hierba sobre la que acababa de hacerse el apocalipsis.
Me sentí limpio, más vivo que antes, preparado para volver a otro tostón de asignatura, pero entonces sucedió lo cojonudo de esta historia. Por las escaleras de emergencia, mientras cocinaba y ejecutaba todo mi esgarro, subía Rebeca, Rebeca Ojea, la chica de primero que me ponía —por no decir que me gustaba, eso queda muy gay—, desde hacía cosa de uno o dos meses y a la que llevaba intentado acercarme sin éxito desde entonces.
Bien, pues va la tía y sube justo en ese momento. Yo no la había visto, creí que no subía ni dios, y de repente ahí está, a dos pasos de mí, con su abrigo y su carpeta y sus tenis deportivos y su todo. Me quedé acojonado, a dos velas, mirándola como si acabara de ver a la Virgen María, y ella, al ver mi estado, se asustó un poco y no me quitaba ojo.
—Hola —dijo.
—Hola —contesté.
Pasó por mi lado. Le miré el culo pero, antes de quedarme hipnotizado, recordé la situación embarazosa que estaba viviendo.
—Lo siento —le dije. Ella se volvió.
—¿Qué es lo que sientes?
—¿No lo escuchaste?
—¿El qué? ¿El escupitajo?
Estaba jodido.
—Sí. El escupitajo.
Se rio.
—Pues sí, la verdad.
—Perdona —insistí—. Creí que estaba solo.
—A mí no me tienes que pedir perdón.
—Es una cerdada.
—Sí, lo es. Y muy desagradable.
—Lo siento. De verdad. Si hubiera sabido que venías...
—Ya está. Por lo menos te habrás quedado a gusto.
Volvió a sonreír. Me la follaría en ese mismo instante.
—Sí —dije—. Muy a gusto.
—Me alegro por ti. Bueno. Me tengo que ir a clase.
—Sí, yo igual.
Siguió su camino. Yo dejé que anduviese unos metros por delante y vi cómo entraba en un aula atiborrada.
Y aquí se acabó la escena. Durante toda esa mañana no pude concentrarme en clase y sólo pensaba en cómo remediar el desastre.
Pero dicen que no hay mal que por bien no venga, y resulta que desde entonces Rebeca me saluda y a veces hasta tenemos pequeñas conversaciones. Puede que algún día le deba a aquella tremenda flema el haber conseguido algo con ella, en cuyo caso lo del escupitajo no será nada en comparación con otro tipo de cerdadas aún más placenteras... vosotros ya me entendéis.

No hay comentarios:

Publicar un comentario