22 feb 2015

Dos amigos mirones

Once eran los años de vida en los cuerpecitos de Rafael y Manuel. Rafa y Manu, entre ellos. Amigos desde la guardería, en aquel barrio y sin mayores responsabilidades que traer buenas notas al final de trimestre y procurar que papá y mamá no descubrieran sus fechorías, no existía objetivo alguno a largo plazo y sí unas inagotables ganas de jugar y no aburrirse jamás hasta que se hiciera de noche y alguien los bajase a buscar o les gritase desde la ventana.
Otros niños iban y venían en sus vidas. Se hacían sus amigos y el grupo era grande. Se montaban buenos partidos de fútbol y gloriosas tandas de escondite, pero la vida de los mayores era complicada y al final esos niños se cambiaban de casa o de compañías o, simplemente, un buen día ya no formaban parte del grupo. Pero allí seguían Rafa y Manu, inseparables, eternos.
Aquella tarde habían jugado al fútbol en las porterías sin redes de la pista de tierra que llamaban la «rompepiernas», aunque en realidad lo que rompía eran los pantalones de los chicos cuando caían, y si acaso propiciaba alguna que otra herida con pronóstico leve.
Después de la merienda ya quedaron menos chicos y, como casi siempre, al final de la tarde solos estaban Rafa y Manu. Los que habían resistido al bocadillo habían subido ya. Eran obedientes. Disciplinados. Ellos no.
Los dos amigos no sabían muy bien qué hacer. Su imaginación no daba para mucho pero entonces Manu se acordó de algo:
—Tengo una idea —dijo.
Se levantó e indicó a Rafa que lo siguiera.
Estaban frente a un pabellón polideportivo que habían inaugurado hacía un mes o dos.
—Aquí. Ayúdame —dijo Manu.
Señaló una papelera redonda pegada a la pared del pabellón. Era una papelera de madera que oscilaba en torno a un eje en la parte superior. No era fácil subirse a ella sin ayuda.
—Tú aguanta —dijo Manu—. Que no se mueva.
Rafa obedeció sin sospechar todavía los propósitos de su amigo.
Manu se agarró a algo en la pared y también en la pared apoyó una pata. La otra pata se fue a la cabeza de uno de los postes que aguantaban la estructura y, confiando en la firmeza de las manos de Rafa, tomó impulso y se subió al perímetro de la papelera, asegurando con sus pies el equilibrio y cambiando los puntos de apoyo de las manos a una cota superior de la pared.
El chico allí encaramado elevó los talones y alcanzó a mirar a hurtadillas a través de un cristal que daba al interior del edificio. Se agachó y al cabo de uno o dos segundos rió triunfalmente.
—Jajajajaja —dijo—. Ven, sube.
Manu se hizo fuerte con una sola de las manos apoyadas y utilizó la otra para tirar de Rafa, que tras escuchar la risa de su amigo, se había agarrado a la pared y trataba de subir él sólo sin preguntar el motivo de la carcajada.
Después de una leve oscilación de la papelera, los dos estaban arriba y lograron equilibrarse y sentirse seguros para mirar otra vez por el cristal.
—Tienes que ser discreto y mirar como hice yo —dijo Manu—. Si nos ven nos la cargamos, ¿vale?
—Sí, sí.
—Venga, vamos.
Los dos niños elevaron la cabeza a la altura de los ojos por encima de la repisita del cristal y observaron. Tres o cuatro segundos.
—Guau —dijo Rafa.
—¿Valía la pena o no?
—Muchísimo. ¿Quiénes son?
Manu se lo explicó. A él se lo contó una de las niñas de clase que también estaba dentro. Ella y otras del colegio y de fuera eran de un equipo de gimnasia y entrenaban ese día y otro en el pabellón. Manu recordó que le había dicho de qué hora a qué hora entrenaban y que luego se duchaban en los vestuarios del pabellón.
—¿Podemos mirar otra vez? —preguntó Rafa.
—Claro. ¡Pero que no nos pillen!
Se asomaron de nuevo. No percibieron mucho riesgo y hablaron con los ojos clavados en el espectáculo de una docena de niñas desnudas:
—Me gustan mucho las tetas —dijo Manu.
—Y a mí —dijo Rafa—. Cuanto más grandes mejor.
—Y lo de ahí abajo está también muy bien.
—Algunas ya tienen pelos. Mira esa, la de la derecha.
—Es de un curso más —aclaró Manu.
—Pues me gusta.
—A mí desnudas me gustan todas.
—Jajajajaja.
—Jajajajaja.
Se bajaron ambos al mismo tiempo. Luego saltaron también a la vez de la papelera y echaron a andar camino de la plaza.
—¿Tú cómo le llamas a lo que tienen ahí abajo? —preguntó Rafa.
—¿A qué? ¿A...? —Manu se señaló la entrepierna y el otro dijo sí—. No le tengo nombre.
—Yo tampoco.
—Pues ¿sabes qué? Me gusta eso que no tiene nombre.
—Y a mí. Como las tetas.
—Sí, como las tetas.
—Creo que a todos los hombres les gustan.
—Sí. Aunque creo que es más importante lo de abajo.
—Sí. A mi padre le escuché decir una vez que los hombres pueden matar por una buena de esas.
Estaban de nuevo en la plaza. Los columpios estaban vacíos.
—¿Vamos ahí? —preguntó Manu.
—Sí, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que cada vez que entrenen vayamos a ver tetas y cosas de esas.
—Hecho.
—Hecho.
Se dieron la mano y se subieron a los columpios. Todavía quedaba un rato para jugar, hasta que un gritó de la madre de uno de ellos atronó en la plaza y tuvieron que marcharse.

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