Once eran los años
de vida en los cuerpecitos de Rafael y Manuel. Rafa y Manu, entre ellos. Amigos
desde la guardería, en aquel barrio y sin mayores responsabilidades que traer
buenas notas al final de trimestre y procurar que papá y mamá no descubrieran
sus fechorías, no existía objetivo alguno a largo plazo y sí unas inagotables
ganas de jugar y no aburrirse jamás hasta que se hiciera de noche y alguien los
bajase a buscar o les gritase desde la ventana.
Otros niños iban y
venían en sus vidas. Se hacían sus amigos y el grupo era grande. Se montaban
buenos partidos de fútbol y gloriosas tandas de escondite, pero la vida de los
mayores era complicada y al final esos niños se cambiaban de casa o de
compañías o, simplemente, un buen día ya no formaban parte del grupo. Pero allí
seguían Rafa y Manu, inseparables, eternos.
Aquella tarde
habían jugado al fútbol en las porterías sin redes de la pista de tierra que
llamaban la «rompepiernas», aunque en realidad lo que rompía eran los
pantalones de los chicos cuando caían, y si acaso propiciaba alguna que otra
herida con pronóstico leve.
Después de la
merienda ya quedaron menos chicos y, como casi siempre, al final de la tarde
solos estaban Rafa y Manu. Los que habían resistido al bocadillo habían subido
ya. Eran obedientes. Disciplinados. Ellos no.
Los dos amigos no
sabían muy bien qué hacer. Su imaginación no daba para mucho pero entonces Manu
se acordó de algo:
—Tengo una idea
—dijo.
Se levantó e
indicó a Rafa que lo siguiera.
Estaban frente a
un pabellón polideportivo que habían inaugurado hacía un mes o dos.
—Aquí. Ayúdame
—dijo Manu.
Señaló una
papelera redonda pegada a la pared del pabellón. Era una papelera de madera que
oscilaba en torno a un eje en la parte superior. No era fácil subirse a ella
sin ayuda.
—Tú aguanta —dijo
Manu—. Que no se mueva.
Rafa obedeció sin
sospechar todavía los propósitos de su amigo.
Manu se agarró a
algo en la pared y también en la pared apoyó una pata. La otra pata se fue a la
cabeza de uno de los postes que aguantaban la estructura y, confiando en la
firmeza de las manos de Rafa, tomó impulso y se subió al perímetro de la
papelera, asegurando con sus pies el equilibrio y cambiando los puntos de apoyo
de las manos a una cota superior de la pared.
El chico allí encaramado
elevó los talones y alcanzó a mirar a hurtadillas a través de un cristal que
daba al interior del edificio. Se agachó y al cabo de uno o dos segundos rió
triunfalmente.
—Jajajajaja
—dijo—. Ven, sube.
Manu se hizo
fuerte con una sola de las manos apoyadas y utilizó la otra para tirar de Rafa,
que tras escuchar la risa de su amigo, se había agarrado a la pared y trataba
de subir él sólo sin preguntar el motivo de la carcajada.
Después de una leve
oscilación de la papelera, los dos estaban arriba y lograron equilibrarse y
sentirse seguros para mirar otra vez por el cristal.
—Tienes que ser
discreto y mirar como hice yo —dijo Manu—. Si nos ven nos la cargamos, ¿vale?
—Sí, sí.
—Venga, vamos.
Los dos niños elevaron
la cabeza a la altura de los ojos por encima de la repisita del cristal y observaron.
Tres o cuatro segundos.
—Guau —dijo Rafa.
—¿Valía la pena o
no?
—Muchísimo.
¿Quiénes son?
Manu se lo
explicó. A él se lo contó una de las niñas de clase que también estaba dentro.
Ella y otras del colegio y de fuera eran de un equipo de gimnasia y entrenaban
ese día y otro en el pabellón. Manu recordó que le había dicho de qué hora a
qué hora entrenaban y que luego se duchaban en los vestuarios del pabellón.
—¿Podemos mirar
otra vez? —preguntó Rafa.
—Claro. ¡Pero que
no nos pillen!
Se asomaron de
nuevo. No percibieron mucho riesgo y hablaron con los ojos clavados en el
espectáculo de una docena de niñas desnudas:
—Me gustan mucho
las tetas —dijo Manu.
—Y a mí —dijo Rafa—.
Cuanto más grandes mejor.
—Y lo de ahí abajo
está también muy bien.
—Algunas ya tienen
pelos. Mira esa, la de la derecha.
—Es de un curso
más —aclaró Manu.
—Pues me gusta.
—A mí desnudas me
gustan todas.
—Jajajajaja.
—Jajajajaja.
Se bajaron ambos
al mismo tiempo. Luego saltaron también a la vez de la papelera y echaron a
andar camino de la plaza.
—¿Tú cómo le
llamas a lo que tienen ahí abajo? —preguntó Rafa.
—¿A qué? ¿A...?
—Manu se señaló la entrepierna y el otro dijo sí—. No le tengo nombre.
—Yo tampoco.
—Pues ¿sabes qué?
Me gusta eso que no tiene nombre.
—Y a mí. Como las
tetas.
—Sí, como las tetas.
—Creo que a todos
los hombres les gustan.
—Sí. Aunque creo
que es más importante lo de abajo.
—Sí. A mi padre le
escuché decir una vez que los hombres pueden matar por una buena de esas.
Estaban de nuevo
en la plaza. Los columpios estaban vacíos.
—¿Vamos ahí?
—preguntó Manu.
—Sí, pero con una
condición.
—¿Cuál?
—Que cada vez que
entrenen vayamos a ver tetas y cosas de esas.
—Hecho.
—Hecho.
Se dieron la mano
y se subieron a los columpios. Todavía quedaba un rato para jugar, hasta que un
gritó de la madre de uno de ellos atronó en la plaza y tuvieron que marcharse.
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