Ninguna rata
destaca en la cloaca sobre las demás, y en aquel bar de mala muerte de poco
importaba que yo vistiera un traje de mil euros entre mendigos, borrachos,
prostitutas, drogadictos y otra gente a la que no le habían ido demasiado bien
las cosas.
Apostado en mi
taburete, con la cabeza gacha y los hombros encogidos, dejaba que los hielos se
fundieran en el Jack Daniels hasta
que fuera un buen momento para agarrar el vaso y llevármelo a la boca. Después volvía
a dejar el vaso en la barra, apoyaba el brazo con el que me había servido el
trago y miraba de nuevo los hielos. No me levantaba a mear. No hablaba con
nadie, sólo con la camarera para que rellenara el vaso. No me movía. No escuchaba
la música que invitaba al suicidio. Sólo miraba mi Jack Daniels y bebía, miraba
y bebía, mientras en mi cabeza le daba vueltas a una serie de asuntos hasta que
la borrachera crecía y se apoderaba de mi cerebro, momento en que podía
levantarme, pagar la cuenta, regresar a casa e intentar dormirme todo lo rápido
que me fuera posible para dar la bienvenida a otro día que difícilmente me
podría deparar algo positivo.
Poco más puede
esperarse de un hombre desesperado y solo.
Sobre todo, solo.
Alguien así, ante
un escenario tan deprimente, para pocas líneas más daría, pero recuerdo una
noche, mi cuarta o quinta semana allí, en que sí hubo algo más. Algo que valía
la pena. Algo que desde luego no me pertenecía, pero que sí penetró en mi
imaginación como una descarga eléctrica y que por un momento me hizo olvidar
que todo cuanto me rodea es simple y llanamente una auténtica mierda.
Un grupo de
hombres y mujeres estaban a mi lado. Ellos no eran como los demás ni como yo. No
eran ratas. Sólo estaban allí para divertirse un rato, beber y largarse con sus
exitosas vidas a otra parte.
Inevitablemente me
giré hacia ellos y me quedé así un rato, sin miedo a que me preguntaran si no tenía
mejor cosa con que entretenerme. ¿Qué podía perder un tipo como yo?
El caso es que no
podía apartar mi mirada de ellos. Estaba hipnotizado, poseído. Mientras los
demás hablaban y contaban chistes y movían tímidamente sus pies en un intento
de acompasarlos al espantoso sonido de fondo, una de las chicas bailaba de verdad. Estaba en mitad de
todos, pero no era una más. Ella bailaba
y no le importaban nada los chistes y los comentarios. Y qué manera de bailar. En
los años de mi vida. Levantaba sus brazos al descubierto e incrustaba sus manos
en el pelo, perdiéndose sus dedos en la frondosidad y haciendo emerger de entre
los demás un buen puñado de pelos, despeinándose intencionadamente en un acto de
liberación de energía. La camiseta se le ceñía a la espalda y las caderas se
movían a un lado y a otro, suavemente, mientras las rodillas se doblaban y toda
ella bajaba unos centímetros y volvía a subir, y daba vueltas con los ojos
cerrados, y de vez en cuando el movimiento de caderas era adelante y atrás,
adelante y atrás, sin que las piernas dejasen de subir y bajar. Estaba follando
allí mismo. Follaba con alguien que sólo ella sabía. ¿Sería su marido? ¿Su
amante? ¿Serían todos los hombres de este planeta? No lo sé. Eso sólo lo sabía
ella, pero contemplándola comprendí que, después de todo, existía la
esperanza incluso para mí.
La clave estaba en
el culo. Aquel culo resguardado tras unos vaqueros bien ajustados. Era redondo
lo miraras desde donde lo mirases: algún tipo de figura geométrica perfecta. La
tersura saltaba a la vista, fruto sin duda de horas de gimnasio. Me pregunté
cómo sonaría tras una palmadita firme. Tenía que ser el sonido del cielo y de
las estrellas. Y verlo en movimiento, acompañando a aquellos brazos elevados y
aquellas caderas serpenteantes, era, aunque suene a barbaridad, mejor que ver nacer a
un hijo.
El espectáculo
duró dos o tres canciones. Hubiera sido justo levantarse y aplaudir, pero la justicia no existe.
Cuando cesó el baile
ella se integró al grupo y a sus estúpidos diálogos. La magia se esfumó.
¿Alguien además de mí había tan siquiera percibido esa magia?
Esperé un poco
hasta que ya no tenía motivos para seguir mirándola. Regresé a la barra y al Jack
Daniels. La vida volvía a ser una mierda.
No la ha vuelto a
ver. Dudo que aparezca otra vez en aquel antro. Es lógico, nadie en su sano
juicio lo haría. Yo en cambio hace tiempo que perdí el juicio, y como no creo
en los milagros beberé y beberé hasta que un buen día reúna el valor suficiente
para arrojarme a las vías del tren. Puede que el infierno esté lleno de culos
así, ¿por qué no?
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