23 mar 2016

Alguien tiene algo que decir

Los novios miraban al cura como un bebé mira un avión desde su carrito. Habían repetido todas y cada una de las frases que debían repetir. Todo salía según lo ensayado. La ceremonia había llegado al momento cumbre:
—Si alguien tiene algo que decir, que hable ahora o calle para siempre.
Algunos niños entre el público se retaban al oído a soltar cualquier chorrada, pero hasta ellos parecían dar por hecho que nunca nadie decía nada en ese momento. Entonces el novio, impecable con su chaqué de alquiler y sus zapatos de chúpame la punta, levantó su mano izquierda y giró su cabeza noventa grados, buscando con temor la cara de la novia ante su gesto. Para su sorpresa ella, tres mil euros en traje, cola de cinco metros incluida sujetada por las niñas de arras, había levantado también su mano derecha y le miraba con la misma cara de pavor.
—¿Qué tienes que decir? —preguntó la novia.
—¿Y tú? —contestó él.
—¿Qué tenéis AMBOS que decir? —preguntó el cura.
Se había generalizado el murmullo y hasta los santos de las paredes parecían escandalizados. Novio y novia giraron nuevamente sus cabezas y miraron al cura.
—Adelante —dijo éste—. En los años de mi vida he visto algo así. ¡Pero hablad, por dios!
Se santiguó el cura y mandó con un gesto bajar el volumen de los asistentes, que esperaban también ansiosos las palabras de los novios. Se hizo el silencio y éstos hablaron, primero despacio, luego más deprisa, amontonando unas frases sobre otras e imposibilitando conocer el autor de las mismas:
—Que no estoy preparado para esto.
—Ni yo tampoco.
—No veo necesario este paripé.
—O mejor dicho, esta farsa.
—La quiero mucho pero esto...
—Yo también le quiero pero...
—No debimos haber permitido llegar hasta aquí.
—Todo ha sido un error.
—Una obligación inútil.
—Un papel innecesario.
—Un acto innecesario.
—Ni siquiera conozco a la mitad de los que están aquí.
—Yo creo que a menos de la mitad.
—Ni creo que les importe mi matrimonio.
—Ni el matrimonio ni nosotros. Sólo les importa el banquete.
—Es lo que esperan después de haberse dejado un dineral.
—Y al final nadie nos librará de sus críticas.
—Ni del pensamiento de que es una putada una boda.
—Hemos sido imbéciles, padre.
—Sí, por haber llevado esto tan lejos.
—Nunca debimos dar el primer paso.
—Fue como una obligación y...
—La bola ha ido creciendo, creciendo...
—Y cayendo cuesta abajo, imposible de detener.
—Pero esto es una ruina y un absurdo.
—Una banalidad en la que no creemos.
—Ni queremos creer, padre.
—Suspenda la boda, por favor.
—Sí, padre, háganos este favor.
Habló entonces el padre de la novia, el padrino, que escuchaba a tan solo unos centímetros de ella:
—¿Y no creéis que es un poco tarde para todo eso?
—No lo suficiente —dijo el novio, girándose al público—. Os devolveremos vuestro dinero más los gastos del viaje. Hemos apuntado lo que habéis puesto cada uno. Lo sentimos, de verdad.
Hubo más rumores y hasta algún silbido entre los presentes.
—Entonces —dijo el cura—, ¿hay boda o no hay boda?
—No hay boda —dijo la novia.
—Un momento —el padre de él tomó la palabra desde la primera fila de bancos—. Que no haya boda no significa que no haya banquete.
Nadie pareció comprender aquello y el hombre tuvo que levantarse para explicarse:
—Chavales —miró a los novios—. El convite está pagado, ¿no?
—Sí —dijeron ambos.
—Entonces, ¡qué carajo! Vamos a ver, señores —dirigió sus palabras al público—. Ustedes ya han pagado, ya han venido hasta aquí, ellos se quieren, ¿no es así? —volvió a mirar a los chicos. Asintieron— Entonces ¿a quién coño le importa si se han dado el sí quiero o no? ¿No queréis comer y beber hasta reventar?
Hubo algún sí entre los oyentes.
—No se hable más, pues, ¡todos al restaurante!
—Pero papá —dijo el novio—. No creo que sea adecuado comer como si nos hubiéramos casado cuando...
—Hijo —habló ahora la madre de ella—. Él tiene razón. Hoy está toda la familia celebrando vuestro amor, ¿qué importa si hay o no un sí quiero por el medio?
—No sé, mamá...
Después de un minuto de griterío, el cura golpeó el cáliz contra su atril ordenando silencio.
—No se hable más —dijo—. Aquí no hay boda, pero: ¡todo dios a comer!
El hombre se santiguó y, tras retirarse, la multitud se levantó y se mezcló con los novios y los padrinos.
Todos acudieron al convite y, bromas aparte, fue una fiesta cojonuda que nadie olvidaría. Efectivamente se bebió y se comió hasta reventar, y no fue hasta bien entrada la noche en la suite nupcial cuando los novios tuvieron un momento de intimidad para, antes de echar un buen polvo de no-casados, decirse:
—Joder, de la que nos hemos librado.
—Ya te digo.

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