Me morí joven y,
cuando después de un juicio rápido, conocí a Satanás, me convertí en un
espíritu de lo más travieso. Aquí en el infierno no había —no hay, debo decir—
demasiado que hacer más que pecar hasta la eternidad y sufrir puntuales
martirios por lo malo que has sido en vida. Pero tampoco esos martirios son lo
que eran y no causan demasiado dolor. Satanás se ha ablandado, o eso dicen los
viejos del lugar.
Total, que tenía
bastante tiempo libre y, en vez de mirar vídeos eróticos o jugar al póquer, solía
colarme en la tierra de los vivos y hacer mis pequeñas putadas de espíritu. Por
ejemplo, allí donde jugaban a la ouija, si me pillaba cerca, movía el vaso en
que ponían sus dedos, daba un portazo, abría un grifo o rompía la cristalera
más cercana. Ellos se acojonaban y salían corriendo, y yo me quedaba
partiéndome de risa... Otras veces me hacían preguntas estúpidas: ¿estás ahí?
¿Tienes algo que decirnos? Y yo movía el vaso hacia donde me interesaba para
dar más juego, antes claro del gran susto, ¡jeje!
También me gustaba
colarme en los cementerios. Sobre todo cuando a los chavales se les daba por
hacer botellón allí. ¡Que ya está bien de molestar a los muertos, hombre! En
estos casos una pedrada en una lápida solía bastar para dispersar la reunión. Me
encantaba también irme a un descampado donde una parejita había aparcado su
coche para dar rienda suelta a su amor de juventud. Solía ponerme por detrás y zarandear
el vehículo, y si eso no bastaba, pintaba con el dedo en el parabrisas un
mensaje como «váis a morir» o algo así. No veas cómo aceleraban y abandonaban
para siempre su nidito de amor, ¡jeje! Aunque bueno, mi pasatiempo favorito era
colarme en los vestuarios femeninos, por ejemplo en los del equipo de voleibol,
y observar cómo aquellas obras de arte se mojaban y se enjabonaban mientras
hablaban del último partido o del siguiente entrenamiento. Aquello sí que era
un vicio y ya me decían en el infierno que no me bastarían varias vidas para
purgar mi lujuria.
Pasada esta época de
travesuras se me dio por algo más macabro. Viajé unos cuantos kilómetros
colándome en trenes y aviones —es una de las ventajas de ser espíritu, jeje— y
me instalé en mi propia casa, donde había vivido con mi mujer, a ver cómo
estaba el panorama por allí. La verdad es que esperaba encontrarme una especie
de funeral permanente, pues como os dije, morí joven, y eso siempre es peor que
cuando a uno le llega su hora con lógica.
Pero no fue así, ni mucho menos.
Después de días de
observación puedo resumiros con cierta precisión esa realidad. Mi mujer
adelgazó. Nunca estuvo gorda, ojo, pero ahora se había quitado ese kilo de más
del culito y tenía un tipazo impresionante. También se soltó literalmente la
melena y ya no lucía coleta, y vestía con colores alegres y vestidos cortos,
lejos del luto que me esperaba y, lo que es peor, más lejos aún de las telas
largas y de colores apagados que se ponía cuando estaba a mi lado.
El motivo de su renovación fue que renovó también sus compañías. Y sí, como estaréis ya imaginando, me
refiero a otro hombre. Un chico guapo y joven, de más o menos mi edad, se
paseaba ahora por allí, comía en mi sitio de la mesa, se sentaba en el sofá del
salón, cagaba en mi retrete y ocupaba mi lado de la cama, haciéndole el amor a
mi mujer con una frecuencia que ya quisiera para mí. En fin, pensé, ha
encontrado a otro amor; que sea muy feliz.
Cierto es que, una vez
convertidos en espíritus, ya no poseemos sentimientos, sólo el dolor físico
ante las torturas punitivas, pero noté un pinchazo terrible cuando el perro,
nuestro perro, el perro de mi mujer que ya se había acostumbrado a mí y tanto
me quería, se volvía ahora loco por aquel hombre y le lamía, le saltaba, quería
jugar con él. Por dios, ¡si a mí me costó años que ese chucho me aceptase! No
comprendía por qué le había aceptado a él tan rápido. ¡Eso significaba que
aquel era sin duda el hombre de la vida de mi mujer!
Y ya lo último fue
encontrar la casa completamente carente de recuerdos míos. Entiendo que quite
mis fotos en presencia de otro hombre. Hubiera resultado violento. ¡Pero que ni
siquiera conserve los cuadros que compré, mis libros o los recuerdos de
nuestros viajes es algo que no comprendo! Parece como si me odiara o como si
quisiera borrarme del todo y, joder, creo que tampoco fui tan mal marido.
Tengo la impresión de
que con mi muerte nació una nueva ella
más guapa y vital, más feliz. Vamos, que se ha quitado un gran peso de encima.
Y yo como un gilipollas, gilipollas hasta como espíritu, creyéndola de luto y
llorando por las esquinas ante mi ausencia.
En conclusión, que
desde el otro lado quiero aconsejaros que no os preocupéis tanto por dejar una
huella imborrable como por disfrutar de vuestros propios pasos. El mundo seguirá
girando una vez desaparezcáis y tarde o temprano seréis sólo un recuerdo. Bueno
o malo, pero sólo un recuerdo.
A mí ahora me queda
toda una eternidad por delante para pensar en lo gilipollas que soy. Probaré
otra vez con mis pequeñas putaditas a los vivos, a ver si así al menos mato el tiempo, con la esperanza de que
mi vida de vivo sea también para mí sólo un recuerdo. Sólo así podré empezar a
disfrutar de mi vida de muerto.
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