7 dic 2011

El cuento de la felicidad verdadera

Despertóse la dama radiante, en su alcoba ataviada con las más finas sedas. Recorrió varios aposentos de su palacete, dando saltitos, transmitiendo abiertamente su júbilo.
–¿Dónde está Anselmo? –preguntaba a cada sirviente que se tropezaba–. ¿Dónde está Anselmo?
–Le haremos llamar, señora –respondíanle todos.
Anselmo era el bufón preferido de la dama.  Desde que tenía uso de razón, su única misión había sido la de complacer a la familia del palacete. Tenía muy poco dinero y vivía en una casita miserable. Sentíase enormemente desdichado.
–Aquí me tiene, señora –dijo Anselmo, a quien un sirviente había acudido a despertar más temprano que de costumbre.
–¡Muy bien! –dijo la dama–. Hoy es el día, Anselmo.
–¿Está usted segura?
–Segurísima. ¡Vámonos! Esto no puede aguardar mucho tiempo.
Presurosa, la dama tomó a Anselmo del brazo y salieron del palacete. Adentráronse en el bosque hasta que los árboles les hicieron invisibles. Entonces la señora detúvose y separóse de su bufón.
–Aquí Anselmo. Aquí es un buen sitio.
–Estupendo, señora. Cuando quiera.
Hallábase la dama engalanada con su vestido favorito, mas no dudó en deshacerse de él y entregárselo a Anselmo, que permanecía inmóvil a unos pasos mientras la señora se quedaba en enaguas.    
–Gracias Anselmo. Será cosa de sólo unos minutos.
La dama avanzó sobre un pequeño hueco entre dos troncos caídos. Allí levantó sus enaguas, deslizó sus calzones hasta la rodilla y agachóse, procurando no perder el equilibrio.
Transcurrieron unos instantes en que ambos aguardaban. Por fin la dama reaccionó:
–¡Creo que lo voy a conseguir, Anselmo!
–¡Ánimo, señora!   
Anselmo observaba el esfuerzo en la tez de la dama. Aquella tez tan dulce y que a tantos hombres había conquistado se enrojecía, torcía y doblaba acompañando los secos gemidos de la mujer.
–¡Lo consigo, Anselmo, lo consigo!
–Muy bien, muy bien, ¡un poco más!
La señora esforzábase hasta la extenuación pero sonreía. Lo estaba consiguiendo.
–¡Ya está! ¡Creo que ya está! –gritó.
–Déjeme ver.
Anselmo se acercó y ayudó a la señora a saltar por encima de los troncos, todavía con sus calzones bajados y las enaguas entre sus brazos. El bufón observó el hueco. Efectivamente, la dama lo había conseguido. Había allí una enorme defecación, imponente, majestuosa, casi impropia de tamaña señora.
–Muy bien, señora. ¿Cómo se siente?
La dama jadeaba pero permanecía radiante. Tomó una hoja de arbusto y limpióse los cuartos traseros. Después subióse los calzones y colocó las enaguas en su posición. Sólo entonces respondió a su bufón:
–Creo que ha sido el momento más feliz de mi vida.
Anselmo devolvióle la ropa y ella vistióse pacientemente. Miraron ambos la obra por última vez y regresaron al palacete.
La dama repitió que había sido muy emocionante y agradeció a su bufón su necesaria compañía. Mientras, Anselmo reflexionó sobre tu vida. Si aquella señora que lo tenía todo había hallado la felicidad en una simple defecación campestre, entonces quizá él no era tan desdichado a pesar de vivir en una casita tan miserable y tener tan poco dinero.
Al fin y al cabo defecaba con frecuencia en campos y bosques. 

2 comentarios:

  1. Andrés de Andrés11/12/11, 18:53

    Tu relato viene a demostrarnos una vez más el valor de la originalidad. Felicidades.

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