3 dic 2011

El loco del megáfono

Desde hace tiempo vive en mi barrio un hombre al que se tiene por loco. La verdad es que lo recuerdo desde mi infancia: le llaman el loco del megáfono.
Vive solo y no se deja ver mucho. Y cuando lo hace, lo hace acompañado de su inseparable megáfono. Es poner un pie en la calle y llevarse el megáfono a la boca. Espera a que cualquier vecino se acerque y entonces le persigue a unos pasos de distancia, gritando a través de su amado aparatito:
–¡OIGA! ¡USTED, SÍ, USTED, SEÑORA! ESTÁ USTED GORDA, ¿SABÍA? MUY MUY GORDA. TAN GORDA QUE ME DA MIEDO Y ME VUELVO PORQUE ME VA A COMER, ¡ÑAM ÑAM!
–EH, TÚ, SÍ, TÚ, ¿QUÉ MIRAS? ASCO ME DAS, MUCHO ASCO. ERES ASQUEROSO, ¡ASQUEROSO! TE MIRO Y ME REPUGNAS. ¡BUAGGGGG!
Al principio la gente le respondía y se montaban unos buenos líos, pero luego los vecinos acabaron por convencerse de que se trataba de un desequilibrado y acordaron simplemente ignorarle.
Eso, a pesar de lo graves que muchas veces resultaban sus improperios:
–TÚ, HIJOPUTA. Y TÚ, HIJOPUTA. Y TÚ, HIJOPUTA TAMBIÉN. Y TÚ, EL DEL CAMIÓN, ¡HIJOPUTA! ¿ME OYES? ¡HIJOPUTA, HIJOPUTA! ¡VIVO RODEADO DE HIJOPUTAS Y ME VOY A CONVERTIR EN EL MAYOR HIJOPUTA DE TODOS!
–UN, DOS, TRES, ¡PUTA! –contaba tres pasos en la acera y gritaba otra vez tras una joven–. UN, DOS, TRES, ¡ZORRA! UN, DOS, TRES, ¡FULANA! UN, DOS, TRES, ¡PERRA!
Otras veces se quedaba en medio de la plaza y se subía a una silla. Entonces alzaba su megáfono e iniciaba su discurso. Muchos vecinos acudían a escuchar cómo les insultaban. Pero se reían y pasaban un buen rato. Era el loco del megáfono:
–CABRONES Y ASESINOS. ESO ES LO QUE SOIS TODOS, UNOS ASESINOS. QUERÉIS MATARME PERO YO OS MATARÉ ANTES, ¿ME OÍS? OS MATARÉ A TODOS, TENEDLO POR SEGURO.
–SEÑORES, BIENVENIDOS A UN NUEVO DÍA DE MIERDA. UN DÍA DE MIERDA EN EL QUE LLOVERÁ MIERDA Y EN EL QUE COMEREMOS MIERDA Y EN EL QUE CAGAREMOS MÁS MIERDA TODAVÍA. ¡SOMOS TODOS UNA MIERDA Y ENTRE MIERDA MORIREMOS!
–TODOS VOSOTROS HACÉIS DEL MUNDO UN LUGAR APESTOSO. UN LUGAR APESTOSO Y VOMITIVO. DICEN QUE SOMOS POLVO DE ESTRELLAS PERO NO. ¡SOMOS MIERDA DE VACA, SEÑORES! ¡MIERDA DE VACA!
–BONITA REUNIÓN DE CARACULOS ES ESTA. HA VENIDO EL FEO. Y EL CORNUDO. Y EL HIJOPUTA MAYOR. TODOS ESTAMOS AQUÍ, CORDEROS DE DIOS NUESTRO TAMBIÉN HIJOPUTA SEÑOR. ¡ALABÉMOSLO PUES!
El loco del megáfono acabó siendo un personaje entrañable en mi barrio. Los vecinos querían que el loco los insultase y él, encantado de satisfacerlos.
Un día lo vi aparecer por la puerta de su portal y me acerqué a él. En cuanto me vio inició su ritual con la energía de siempre:
–¡CAGÓN! HIJOPUTA, CAGÓN. HUELES A CACA. HIJOPUTA, CAGÓN. HUELES A PIS.
–Un momento –le dije.
–¡CAGÓN, CAGÓN, CAGÓN! –gritó más fuerte–. ¡NO TE ACERQUES! ¡CAGÓN, CAGÓN, CAGÓN! ME AHOGAS CON TU CACA, ¡CAGÓN!
–¡UN MOMENTO HE DICHO! –grité más que él–. Baja el megáfono por favor. ¡QUE LO BAJES!  
El hombre bajó su megáfono y me miró fijamente:
–¿Por qué lo haces? –pregunté.
Parecía asustado. Durante unos instantes no supo qué hacer. Entonces entró de nuevo en su portal y con un gesto me invitó a pasar. Luego subió las escaleras y me invitó también a seguirle. Abrió la puerta de su casa, entramos y, aún sin hablar, me ofreció asiento en el sofá de su salón. El hombre desapareció un momento y pude ver cómo era la casa del loco del megáfono.
Había dos sofás, una mesa-comedor, varios cuadros y un mueble-librería con cientos de libros. Todo normal. Nada indicaba que ese hombre estuviera loco.
Volvió al salón. Ya no portaba su megáfono. Tomó asiento frente a mí y habló en un todo relajado. Era la primera vez que escuchaba su voz sin amplificar:
–Eres la primera persona que me lo pregunta.
–¿Y por qué lo haces?
–¿Acaso te parece raro?
El hombre me lo explicó. Trabajaba a pocos kilómetros de allí, en una asesoría, realizando labores bastante repetitivas que no le causaban sino hastío.
En el barrio nadie sabía de su ocupación. Una noche se agarró una buena curda y regresó sólo a casa con el megáfono. Ni siquiera sabía dónde lo había comprado. El caso es que con su borrachera se le dio por insultar a todo el mundo. Y así varias noches. La gente se escandalizaba pero no hacía nada más. Era sólo un borracho.
–Y una vez empiezas a insultar –dijo–, es como un vicio, una droga. No puedes parar. Y cuando ya consideran que lo haces por loco, ¡eres inmune! ¡Puedes decir lo que quieras!
–Entonces no estás loco.
–Los locos son ellos, ¡créeme!
Charlamos un rato más y entonces me levanté, dispuesto a irme. Ya en la puerta, el hombre me estrechó la mano y me habló por última vez:
–Sólo te pido dos cosas. Una, que no me delates, si no estoy perdido. Te prometo que a ti te dejaré en paz.
–No es necesario.
–Como quieras. Y dos, que pruebes tú alguna vez. Cuando quieras te dejo mi megáfono. Verás qué bien te sientes después.
Salí de allí y regresé a la calle, al mundo real.
Un tiempo después el hombre seguía allí, en su portal, insultando con su megáfono a diestro y siniestro. Entonces miré a mi alrededor. La gente corría de un lado a otro. Tenían mala cara, mal carácter. Los coches daban bocinazos y los conductores mentaban los familiares de los otros conductores. Se respiraba inhumanidad por todas partes.
Volví a mirar al loco del megáfono y le comprendí. Me acerqué a él y le dije que tenía razón. También le dije que me pasaría pronto por su casa para que me prestase su famoso megáfono.

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