26 feb 2012

El cuento del trabajador

Érase una vez un tipo con un trabajo. Su vida era un torrente de emociones. Cada mañana se levantaba muy temprano. El despertador retumbaba en sus oídos y mancillaba su plácido descanso. Malhumorado, mentaba sus muertos y lamentaba su trágico porvenir: una nueva jornada laboral.
El tiempo apremiaba. Se llevaba a la boca algo rápido e insano, se vestía, disimulaba su cara de muerto y se arrojaba al vacío de la calle. Allí continuaba su pesadilla, rodeado de gente igualmente malhumorada. Con prisas, con malas caras. El estrés por bandera. El agobio hacía mella en la salud de todos para llegar rápido al matadero. Muy triste. Pero claro, había aprendido que el trabajo dignificaba al hombre. Gilipolleces.
Entraba en la oficina y se encontraba unos cuantos tipos como los de la calle. La misma cara de asco que intentaban disimular penosamente. Todos jugaban a hacer que eran felices allí dentro y no estarían mejor en ningún otro sitio. Como si les llenasen los compañeros, el jefe y el trabajo que hacían. Patético. Si todos se quitasen la máscara... de un plumazo desaparecería tanta hipocresía. Nadie le importaría a nadie: si era o no feliz, si tenía o no un mal día, si vivía o moría. Uno se cagaría en el prójimo igual que el prójimo se cagaba en uno mismo. La madre del jefe estaría en boca de todos, ¿a que sí? Nadie ayudaría a nuestro amigo en nada porque era mejor que lo hiciese mal. Su mal sería el bien ajeno. Eso de hacer piña era una soberana estupidez. Trepas y pelotas se frotarían las manos mientras se hundía. Si pudieran le mandarían a la cuneta de una patada en el culo. ¡Púdrete!
No sabía hacer su trabajo. Inútil: esa era la palabra. Su incapacidad era manifiesta pero el orgullo le impedía solicitar ayuda. ¿A quiénes? ¿A los que desean que te pudras? Al final le importaba una mierda lo que hacía. Daba igual si estaba bien o mal. Sólo debía aparentar que sabía hacerlo, que controlaba la situación.
Todo se regía por el dinero. Sus actos, los actos conjuntos de él y sus compañeros, el hacer piña. Todo para que fluyese el sucio papel. Qué asco. Y si para conseguirlo había que mentir, reír, llorar, extorsionar, morir, ¡bienvenido fuese todo!
La peor sensación era cuando pensaba en el tiempo perdido. La hora de desaparecer nunca llegaba. Demasiadas cosas que hacer antes de poder escabullirse. Horas y horas malgastadas y asegurando que son necesarias. Vomitivo. Pero claro, ahí estaban los papelitos, esas cosas imprescindibles para comer, vestirse, pagar recibos y todo eso. Eso debía justificar todo, aunque bien fuese impagable todo su sufrimiento.
Los mejores momentos eran los de completa evasión. A menudo se imaginaba lejos de allí, riéndose en la cara de todo el mundo. ¡Que os jodan! Ocurría en sus instantes de soledad, que eran muchos a pesar de estar siempre rodeado de gente. A veces hacía que dormitaba, pero no tenía sueño. Quizá sólo un poco. En realidad estaba soñando que lo mandaba todo a la mierda, que se escapaba sin dar explicaciones, que al día siguiente no sonaría el despertador. ¡Que se había terminado al fin su encierro! ¡Era libre! Allí se quedaban aquellos ignorantes. Así se ahogasen en su propio veneno.
¿Sabéis lo peor? Que ya ha pasado un año y medio de su penosa experiencia y está obligado a echarla de menos. Eso sí que es triste y patético.    

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