29 feb 2012

La Dama de Coito

Era la Dama de Coito la mayor celebridad de la comarca. Única heredera de la familia Coito, poseía enormes haciendas y se decía que cientos de hombres y mujeres trabajaban bajo sus órdenes.
Lejos de lo que pudiera esperarse por su posición, la joven se mostraba en sociedad de lo más espontánea. Atendía a nobles y campesinos con igual sinceridad y humildad. Comprendía sus cuitas, proporcionaba buenos consejos y era, en definitiva, toda una mujerzuela de trato excelente.
Poseía encima el don de la belleza. La Dama de Coito lucía unas largas piernas bajo vestidos hechos a medida por los mejores sastres. Sobre sus caderas serpenteantes, sus pechos aparecían majestuosos, tan redondos y voluptuosos que eran la envidia de las demás damiselas.
Pronto los hermanos Fuster, gestores de las haciendas de los Coito, se preocuparon por la ausencia de un heredero que prolongase el buen hacer de la familia en aquellas tierras. Por eso insistían a la dama en que buscase un marido bien posicionado que le proporcionara una descendencia tan necesaria:
—Señora, tiene que hacerlo, ¿es que no comprende…? –decía uno de los Fuster.
—Sí, Hipólito, lo comprendo –interrumpía ella–. Pero todavía soy demasiado joven.
—¿No cree que ha vivido la vida ya lo suficiente? –le reprochaba el otro hermano.
—Silencio, Raimundo. La vida es demasiado corta y nunca está lo suficientemente vivida.
La Dama de Coito poseía un espíritu joven y enérgico. En efecto era joven, pero muchas a su edad ya poseían descendencia. Ella no podía. O mejor dicho, no quería. Todo por una enorme debilidad. Un placer que le impedía asentarse y buscar descendencia. Una actividad que traía de cabeza a los hermanos Fuster: le encantaba fornicar.
Había aprendido el arte de la fornicación apenas cumplidos los dieciséis, cuando el buhonero de la comarca se coló en sus aposentos, sorprendiéndola desnuda y mancillando el honor de la muchacha, que se resistió en un primer momento pero que terminaría reconociendo que había sido el mejor momento de su vida.
Desde entonces, es sabido que entre sus faldas han hurgado señoritos de las mejores familias e infantes de la casa real. Pero también contrabandistas, bandoleros, el campanero de la ermita, el colchonero, varios herreros varias veces cada uno, el pregonero de las fiestas parroquiales, el afilador, el sereno del bosque. Incluso gente de su servicio: jardineros, criados, braceros, ganaderos y centinelas. Se cuenta que hasta varios primos suyos han probado su néctar y ni siquiera los hermanos Fuster se han librado.
Para sus difuntos padres, la promiscuidad de la niña había sido un problema y una vergüenza, mas sabían que poco podían hacer para controlarla. Amenazaban a todo hombre que osase acercarse a ella, pero en cuanto se descuidaban, su hijita se hallaba encamada con el más inesperado. Optaron por rendirse, advertirle de los peligros de la promiscuidad y rezar para que se aburriese pasados los años.
Pero esto no ocurrió, para desesperación de los hermanos Fuster, que veían cómo el tiempo pasaba sin noticias del heredero. Se consolaron pensando que, tarde o temprano, la dama quedaría encinta y el heredero, aunque bastardo, nacería. Se convencieron de que cualquier noble piadoso ejercería de marido y asumiría como propia aquella criatura.
Mas esto tampoco sucedía. La Dama de Coito seguía fornicando a diestro y siniestro sin trazos de preñez. Se rumoreaba sobre la esterilidad de la de los Coito, aunque varias sirvientas aseguraban que nada raro había en el vientre de su ama, pues habían observado en sus retretes intimidades propias de toda mujer fértil. Las malas lenguas contaban que la dama conocía trucos para la fornicación que le permitían esquivar la preñez sin que se resintiese el placer de su concubino.
Tan conocidas como la propia dama, eran las fiestas que organizaba cada luna llena. Llegaba la fecha y había en el castillo una banda de música, un baile, comida, vino y moscatel para todos los asistentes. La lujuria corría por cuenta de la dama. Los vecinos se frotaban las manos cuando veían la luna crecer y aproximarse el momento de la fiesta.
Era un misterio por qué la Dama de Coito escogía tal efemérides para las celebraciones. Y más curioso aún era que jamás fornicaba en tales fiestas. Jamás. Ella anunciaba las reuniones como La Fiesta de los Milagros. Y sólo ella conocía el verdadero milagro: a cada luna llena le acompañaba su menstruación.

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