24 mar 2012

El anillo del profesor

Érase una vez una joven soñadora. Se llamaba Soledad y escondía un enorme mundo interior que la convertía en disconforme e incluso, infeliz a ojos de cualquiera.
Su pesar se forjó en el colegio de su adolescencia, en las afueras de la ciudad. Allí conoció a Sebastián, el profesor de matemáticas. Recién iniciado en su oficio, Sebastián resultó un maestro cercano, de inteligencia sublime y, ante todo, muy apuesto. Enseguida las chicas cuchichearon acerca del nuevo y más de una parecía hipnotizada mientras impartía la lección.
Soledad iba más allá. Lo que comenzó como un juego, alegrándose de su entrada en el aula, observándole embobada o compartiendo comentarios con sus compañeras, se convertiría con el paso de los años en una verdadera obsesión. Sebastián fue su maestro durante los cursos siguientes, el tiempo suficiente para que en ella nacieran sentimientos hasta entonces desconocidos. Temblaba cuando le hablaba. Su corazón se aceleraba si se aproximaba. Soñaba con él. Protagonizaba su diario. Le escribía cartas que nunca enviaba. Estaba enamorada.
La relación era imposible. Profesor y alumna… edades muy diferentes… y lo que era peor, Sebastián lucía un anillo que sólo podía significar que estaba casado. Al parecer se había ennoviado muy joven y había llegado al altar a una edad inusualmente temprana.
Soledad sufrió en silencio la agónica realidad que le había caído en suerte. Una barrera infranqueable se interponía entre ambos.
Los años de contacto forjaron una relación más allá de la cordialidad y el respeto. Sebastián se mostraba especialmente atento con Soledad, quizá por lástima, sabedor de sus inútiles sentimientos. De forma esporádica se encontraron brevemente por las calles de la ciudad y se conocieron un poco mejor. Parecían buenos amigos, mas para sus adentros Soledad se hallaba definitivamente obsesionada.
El profesor había entrado en un juego peligroso: el de dejarse querer y provocar fútiles esperanzas en su pretendienta. Sebastián navegaba entre dos aguas: le agradaban aquellos encuentros, pero no deseaba hacerle daño. Aunque fue duro, aprovechó una de las citas el último verano de Soledad en el colegio para aclarar la situación con el mayor tacto posible:
—Hay algo que quisiera comentarte –dijo, en un tono que evidenciaba tristeza y temor–. No es fácil para mí.
—Me estás asustando, ¿qué sucede? –Soledad reconoció que algo malo ocurría.
—Te lo diré sin rodeos: creo que es mejor que dejemos de vernos.
—Pero…
—No es bueno, Soledad, ¿lo comprendes?
—No, no lo comprendo. ¿He hecho algo para que digas esto?
—Nada, por supuesto. Al contrario. Me encanta que nos veamos. Lo disfruto tanto o más que tú, pero…
—¿Entonces? ¿Por qué poner fin a algo que te agrada? ¿Por qué renunciar a parte de la felicidad?
—Porque a la larga sólo nos causará disgustos –Sebastián adoptó la pose de un viejo profesor pedante, como si intentase explicar un problema irresoluble–. Soy hombre casado, lo sabes, y nuestros destinos no coinciden. Pero tú eres joven y tienes toda una vida por delante.
—¿A dónde quieres llegar?
—A que es mejor que busques tu camino lejos de mí. No se me escapa lo que sientes, y separarnos es mejor para los dos.
—Quizá sea mejor para ti.
Pronto las mejillas de Soledad se llenaron de lágrimas. Lo último que esperaba aquel día era una despedida. La noticia le hizo perder la noción de las calles por donde paseaban y del magnífico sol que llenaba el paisaje. Por fin pudo sacar fuerzas para hablar:
—No comprendes que no hay vida sin ti. Basta de disimulos. Sí, Sebastián, claro que eres más que un profesor. Más que un amigo incluso. Cierto que nos vemos y quizá piense lo que no es, pero prefiero verte de todas formas.
—¿Para llegar a dónde, Soledad? ¿Prefieres que nos veamos y renuncies a buscar a otro? Esto no es sano para ti, hazme caso.
—¡Ya lo sé! ¿Acaso crees que no me lo he planteado?
—Entonces me das la razón. Es mejor que sufras unos días, semanas quizá, y me olvides.
—¡Eso jamás sucederá!
—¿Y qué pretendes hacer?
Soledad miró a un lado y a otro, como si buscase una respuesta desesperada. De pronto se detuvo y miró fijamente a Sebastián. Parecía que había encontrado de repente la solución:
—Responde Soledad, ¿qué pretendes hacer?
—Escúchame bien, Sebastián, porque esto va en serio: cualquier día te secuestro.
—¿Perdón? Esperaba una respuesta más seria.
—¿Crees que bromeo? No me importa que sea casi una niña para ti. No me importa que estés casado, ni que te resistas, ni que me convierta en una delincuente. Cualquier día me cruzaré en tu camino y te raptaré para desaparecer. A un lugar lejano, a la montaña quizá, donde nadie pueda incordiarnos, y serás mío, ¡te lo juro!
La tez de Sebastián se tornó preocupada tras escuchar el relato. Realmente le preocupaba el estado mental al que había llegado su alumna.
—Ahora eres tú el que no dice nada. ¿No respondes? Estoy dispuesta a hacerlo. Lo comprobarás.
—Adiós Soledad.
—¿Cómo dices?
—Adiós. Me voy. Definitivamente no es bueno que sigamos viéndonos.
—Está bien, pero…
—No digas nada. Hasta siempre, Soledad.
Sus caminos se separaron. Soledad permaneció un rato observando cómo desaparecía la silueta de Sebastián. Él ni siquiera se giro para comprobar si seguía allí.
Desde entonces pasaron los años sin saber nada el uno del otro. Soledad creció y maduró. Terminó sus estudios universitarios y poseía un brillante porvenir, mas nunca conseguiría ser completamente feliz. En su intento por olvidar a Sebastián abrió su corazón a un chico que la rondaba desde hacía años.
Tenía por fin a alguien a su lado, pero no era él. Su vida se había transformado en correcta, en cómoda. Pero sobre todo, en insustancial.
Por eso una tarde, mientras conducía su auto de regreso a casa, reconoció a Sebastián caminando junto al parque y recordó sus propias palabras. Cualquier día te secuestro.
El anillo del profesor brillaba con fuerza, como si su matrimonio fuese ahora más feliz. Soledad pensó en su esposa pero fue egoísta. Tampoco sucumbió ante la imagen de su pareja: su amor no era tan grande como para causarle demasiado daño. Así que era el momento. Se arrimó a la acera, convencida de lo que iba a hacer. Estaba nerviosa y dichosa al mismo tiempo. Sólo restaban unos segundos para cumplir su plan.
No sospechaba que su víctima no opondría resistencia.

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