5 mar 2012

El destino del marino

Vivía entre las minúsculas calles de un pueblo marinero del Atlántico. La indigencia salpicaba las casitas en forma de cristales rotos, suciedad y fachadas cuarteadas. Las ratas y las alimañas campaban a sus anchas mientras la gente peleaba un mísero mendrugo de pan que llevarse a la boca. La guerra había terminado años atrás, mas nunca acaba de terminar para un lugar tan desdeñado.
Apenas conoció mundo tierra adentro. De joven se embarcó en un enorme pesquero que no regresaba a tierra hasta bien pasados unos meses. Así mantenía a su esposa y su hijo hasta que estalló la guerra. Hubo entonces de prestar sus servicios a la Armada, sobreviviendo años y años al fuego inglés.
Cesó la barbarie y fue condecorado como héroe de guerra, mas ésta se había cobrado un precio gigantesco. Su hijo había sido llamado a filas poco antes del armisticio, pero no lo suficiente para evitar un fatal puntazo en el pecho. Tampoco pudo hallar consuelo en su esposa. La peste había invadido el pueblo desde el primer fogonazo y ella sucumbió tras un largo padecimiento.
Acuciado por el hambre y la soledad, todavía viviría una tercera aventura oceánica. Desempolvó una vieja barcaza que su tatarabuelo había legado a sus descendientes y faenó en solitario en los bancos cercanos que tan bien conocía. Cada mañana sufría el azote de las gaviotas que se desplomaban sobre la captura, mas sabía que era mejor concederles parte del botín que padecerlas revoloteando malhumoradas sobre su cabeza. Luego la lonja le concedía un pírrico jornal, a pesar de que en aquellos tiempos de escasez apenas había oferta de pescado.
No tardaría en poner fin a sus labores. Una mañana, muy de madrugada, se atavió más que de costumbre y recorrió las callejuelas que conducían al puerto. Se topó con varios vecinos ya faenando, sin que ninguno se interesase por el exceso de carga del marino. No sospechaban que jamás volverían a verlo.
El marino subió a su barcaza, miró por última vez al pueblo, soltó cabos y puso rumbo al Atlántico para no regresar. Había descubierto que nada le retenía en tierra.
Buscaba su destino y para ello debía navegar durante largo tiempo. Todavía la Tierra era plana por aquel entonces y por tanto había de tener un final. La línea del horizonte se hallaría cada vez más cercana. De pronto el cielo y la tierra se unirían a sus pies. Tocaría el mar y las estrellas al mismo tiempo. Se preguntó cómo sería estar allí: si el sol de poniente quemaría aún estando tan bajo, si podría arrancar la luna y las estrellas de su sitio, si las olas rebotarían o simplemente correrían a lo largo de la frontera.
¿Y después? Después, nada más. Sus pertrechos se agotarían y sólo habría de esperar la muerte: su ansiado destino. Pero le quedaría el consuelo de haber llegado adonde jamás nadie lo había hecho.

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