8 ago 2012

El motín

—Esto no viene en los libros, ¿verdad? –dijo Yuri tras una profunda sonrisa.
Claro que no, pensó Irina. Nada parecido viene en los libros. Cuatro años estudiando y tres exámenes de acceso no la convertían en una experta en motines. En ningún puñetero párrafo de las decenas de leyes que se sabía de memoria venía qué demonios hacer en una situación así. Y aunque viniese, pensó, dudo que pudiera hacer nada.
—Buscabas esto, ¿nena? –dijo Yuri tras advertir que Irina buscaba disimuladamente algo en su cinturón. Él tenía la pistola y la tenía a ella, a escasos centímetros, tan preciosa como siempre.
—¿Qué quieres? –dijo Irina.
—Lo sabes muy bien, princesa –Yuri sujetó las dos manos de Irina con la fuerza de uno sólo de sus puños–. Lo sabes muy bien.
Irina miró por encima de los hombros de Yuri. No alcanzaba a ver la mesa con su café y su radio, ni el montón de expedientes que tenía que rellenar y ordenar y que le llevaría esa noche y las cuatro siguientes. Sí veía el cristal que daba al pasillo de sus celdas. Algún preso corría hacia la salida pero la mayoría se habían ido ya. Sonaban las sirenas de alarma. La puerta de la oficina estaba abierta pero era inalcanzable: un monstruo de uno noventa y cinco se interponía.
—No lo estropees, Yuri. Puede ser peor.
—¿Peor? –se rio él– ¿Peor que pasar veintidós años aquí dentro? ¿Peor que escuchar “Yuri Vorobiov: culpable” sin una sola prueba en mi contra? No, nena, nada hay peor que eso.
—Te quedan dos meses para la revisión de condena…
—Oh, sí, mi tercera revisión, pero de poco sirve.
—Te ejecutarán Yuri. La silla eléctrica.
—Poco me importa que me achicharren, nena. Poco me importa…
Tembló Yuri como si estuviese sobre la silla eléctrica, emitiendo sonidos  intermitentes. Luego se rio y apoyó el revólver en la mesita, junto al café y la radio de Irina, y con una brusca sacudida la giró y la empotró contra una columna de la que sobresalía una tubería del circuito contraincendios.
—¿Te acuerdas…? –dijo Yuri mientras se sacaba una cuerda del bolsillo con la mano libre– ¿Te acuerdas de cuando entraste aquí, princesa? ¿Te acuerdas? Yo sí. Hace exactamente dos años y siete meses. ¿Me equivoco? No, ¿verdad?
Irina forcejeó inútilmente. Soltó varias patadas hacia atrás que apenas le hicieron cosquillas a Yuri. Enseguida el preso utilizó sus rodillas para golpearla e inmovilizar sus piernas contra la columna.
—¿Recuerdas, princesa, lo que te dije tu primer día? ¿Sí? Te dije que algún día descubrirías lo que es un hombre. Te acuerdas, ¿verdad? Pues hoy es el día, nena. Hoy es tu gran día.
Yuri tardó unos segundos en hacer un nudo que maniataba a Irina a la tubería. Ahora podía disponer de sus dos manos.
—Joder –dijo Yuri–. Habrá valido la pena todo esto. Ya lo creo que habrá valido la pena.
—Por favor, Yuri. Te lo suplico…
—Cállate.
—Sé que no eres así, Yuri. Tú no eres así.
—¡Cállate! –gritó el preso.
Su voz sonó muy cerca del oído de Irina. Después le lamió la oreja. Irina sintió asco y trató de apartarse.
—Vas a ver, nena. Quietecita, ¿eh?
Yuri se quitó su camiseta blanca y se la puso a Irina como venda en los ojos.
—La boca no te la taparé –dijo–. Quiero oírte gritar, princesa.
Irina lloró. Era inútil luchar con sus piernas. Cada vez que se revolvía el otro le respondía con mayor fuerza. Entonces notó que las manos de Yuri le desabrochaban sus pantalones y se los bajaba hasta las rodillas. Volvió a suplicarle en vano. Después escuchó una cremallera bajándose y la voz de Yuri:
—Hora de divertirse, princesa.
Yuri se arrimó, haciéndole presión y besándole en cuello. Irina pensó en su Odesa natal. En sus abuelos que la criaron en la casita del puerto desde que perdió muy de niña a sus padres. En la cara de espanto que pondría su abuela si la viese en ese momento. En el maldito día en que decidió estudiar para trabajar en una prisión porque sentía cierta compasión por aquellos hombres condenados. Creía que tras sus cuerpos delictivos se escondían almas verdaderamente humanas. Reciclables.
Ahora deseó la muerte de todos. Una muerte lenta y dolorosa.
Sintió la dureza de Yuri tratando de hacerse hueco entre sus piernas, su voz jadeante, y después hubo un pequeño alboroto fuera de la oficina. Pero no podía ver nada: la camiseta era lo suficientemente opaca y Yuri seguía ahí, estrujando sus pechos mientras la lamía y lo intentaba una y otra vez entre las piernas.
El preso se desesperaba por momentos. Sus intentos por acceder al cuerpo de Irina eran contrarrestados con hábiles movimientos de cadera que le apartaban de su objetivo. Yuri la amenazó y la golpeó. Irina sabía que era cuestión de segundos que lo consiguiese.
Hasta que sonó un disparo y dejó de escucharle. La sangre golpeó la sangre de Irina. Pero no era su sangre. No dijo nada. Sólo había silencio. Un silencio que no sabía si era bueno o malo. Pero Yuri no hablaba y eso era bueno.
Sólo unos minutos después fue capaz de zafarse de la venda frotándose contra sus brazos maniatados. Se vio desnuda y ridícula, pero quería descubrir a su salvador. Su pistola no estaba en la mesa pero el ambiente fuera no había cambiado. Sonaba la alarma y algún preso corría de un lado a otro, ignorando el cadáver fresco de la oficina. Desde luego, no había rastro de sus compañeros ni de ningún policía que pudiera haber sido. El motín seguía adelante.
Pero Irina volvió a creer que alguno de aquellos delincuentes poseía un alma humana. Un alma que merecía la pena reciclar.
Se mantuvo callada y esperó. Pronto debía acabar todo.

1 comentario:

  1. Estupendo relato Alex, me ha recordado por momentos algunos pasajes de Cormarc MacCarthy.
    La violencia deshumanizada y esa rendija final para la esperanza.

    Un saludo

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