31 ago 2012

Cuando un gallego se va al sur

Fue cosa de que llegara mi última noche en el sur. Despatarrado me encontraba como si a palos me hubieran molido, en el sillón de la recepción del hotel, aguardando a que Lara, la recepcionista del turno de noche, despachara a una pareja de jubilados alemanes que la atosigaban a cuestiones que sonaban de lo más variopintas.
Quería presentarle a la chica mis agradecimientos por el trato recibido durante el mes entero de lamentaciones que iba durando mi estancia en Nerja. Unas lamentaciones con las que le taladraba los oídos y con un solo fundamento: la insoportable calor que me había topado desde el momento mismo de pisar asfalto en el aeropuerto de Málaga. Ignorante no soy y bien sabía que de temperatura no andaban escasos en la Costa del Sol, pero también soy hombre de natural dispuesto y me aventuré convencido como estaba de que una poca más de calor de la que venía acostumbrado en La Coruña no me haría mal ninguno, sino quizá todo lo contrario.
Mas mis aires de gallardo pronto se desvanecieron como espejismo en el desierto. Al primer paseo junto a la playa creí que la muerte misma me llevaría de pura asfixia. Era media mañana y caía el sol tan a plomo que a chorro encharqué de sudores camiseta, pantalones y ropa interior, y anduve brincando como saltamontes de sombra en sombra desesperado por huir del mal que el cielo me arrojaba. Cuando a la playa acudía como bañista, brasas pisaba en vez de arena, y el agua del Mediterráneo, si bien se me presentó transparente y fresca y no congelada como venía habituado del Atlántico, repleta la hallé de medusas, y cuando no me picaban para hacerme escocer, alerta debía permanecer para que no se me arrimasen como abeja a la flor. Así que me tiraba mis buenas horas huyendo del sol cual vampiro, agazapado en la terraza del hotel, bebiendo agua como una esponja y saliendo de debajo de la paz del hormigón blanco sólo para refrescarme en la piscina, donde montones de turistas, la mayoría ingleses y alemanes, parecían hasta disfrutar de la calor a pesar de las insanas marcas rojas que el lorenzo les dibujaba por toda su pálida piel.
La quietud sólo la hallaba entrada la noche, cuando mil veces bendije al inventor del aire acondicionado, sin el cual me hubiera resultado de todo punto imposible conciliar el sueño, pues la calor ha de ser en el sur como grillo o centinela, que también de noche trabaja.
Antes eso sí de retirarme departía con la pobre Lara, y era vez que empezaba por tratar un tema, vez que caía en relatarle mis penurias. Con gracia escuchaba ella cómo un gallego echaba de menos la tristeza de las nubes y la lluvia, a la vez que no comprendía cómo no me contagiaba de su natural alegría, fruto en parte, aseguraba, del buen tiempo.
Pero parecía empresa difícil la despedida. Los alemanes hablaban un mal inglés y eran duros de sesera como recua de bueyes, así que cuando los despachó me encontró Lara hojeando una revista y más metido en otros asuntos que en el que en verdad me había llevado allí. Fue como gallo en la mañana cuando me habló desde su mostrador:
—Llevas tiempo esperando, José.
—Sí.
—Te marchas mañana.
—Eso parece.
—Sí que pasa pronto el tiempo.
—Bah…
Hablaba ella con acento andaluz, mas no quiero transcribir los ceceos y los vicios típicos de tan honorable región de nuestra geografía, pues de hacerlo pecaría de inexacto y hasta quizá de soberbio, amén de que yo provengo también de un lugar donde no pocos vicios se dan en el habla.
Me encaminé al mostrador y le mostré una buena sonrisa. No saldrían de mi boca la última noche poco menos que sapos y culebras.
—Tendrás la maleta hecha.
—Tengo.
—Y prisa por regresar a tu tierra.
—¿Para qué engañarte?
—Con sus nubes y sus aguas y sus fríos.
—Morriña siento de todo eso.
—Sí que eres tú raro.
—Los raros habéis de ser aquí.
Aproveché una pausa para cumplir mi cometido y darle las gracias por sus simpatías y sus atenciones, sin las cuales el viaje hubiera sido poco menos que un tormento.
—No hay de qué. Encantada lo he hecho.
—Se agradece.
—Aunque dudo que por aquí vuelvas a aparecer.
—De decirte que sí te mentiría.
—Espero que algún buen recuerdo te lleves.
—¿Acaso algún buen recuerdo he dejado yo?
—Alguno, sí.
—Pues ya me dirás cuál.
—Eso no se dice.
Observé a Lara, que a los ojos no se me dirigía y como de sopetón había perdido la sonrisa y el tono alegre en la palabra.
—¿Sucede algo?
—¿Qué habría de sucederme?
—Pareces contrariada.
—Son cosas mías.
—Bueno sería que me lo contases.
—Soy yo más de escuchar que de hablar.
—Justo es que te escuche yo, sea sólo como compensación.
—No te preocupes.
—Tarde es para eso.
Alzó por fin la vista. No me había percatado hasta entonces del verde que escondían sus ojos como los verdes montes de mi Galicia; ni tampoco, quizá porque no lo había mostrado, de lo penetrante que podía resultar su mirada.
—¿Hablarás, pues?
—No debo.
—No todo van a ser deberes en esta vida.
—Cierto.
—¿Entonces?
—Poco sentido tendría ahora que te marchas.
—Puede que precisamente por eso tenga más sentido.
No soy yo hombre de adivinar excesivos pensamientos, y menos en las mentes femeninas que a menudo se me antojan complicadas como cuadrar el círculo, pero muy mal debía de apuntar mi intuición si no tenía medianamente claro a qué se refería la chica.
—Prométeme que hablarás.
Calló unos instantes.
—Prométemelo.
Entonces dijo sí con la cabeza y aguardé a que se arrancase. Fue una delicia darme cuenta como me di de que nunca agarraría aquella maleta ni tomaría vuelo alguno para regresar a La Coruña. Andalucía me había atrapado para siempre.

1 comentario:

  1. Me alegra ver que has estado por el sur, cuidado que te atrapa, como yo he estado por "los ferroles", cerquita de tu Coruña. Por cierto, entre El Ferrol y Narón, carretera de Castilla junto al colegio de las Mercedarias, hay una bodeguita llamada Nueva Fajardo, donde tienen un ribeiro tinto extraordinario. Buen vino y buena tierra. Cordiales saludos

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