Bajó el señor
director la ventanilla del copiloto del todo terreno.
—Aquí es, señor –dijo
el jefe de obra, que estaba al volante–. Son ellos.
—Lo suponía
–respondió el director.
Atrás había quedado
una carreterita llena de baches y de tierra hecha barro con la poca lluvia que
había caído, unos buenos improperios nada más acceder al poblado y, aún más
atrás, decenas de llamadas desagradables intentando buscar una solución que
parecía cada vez más lejana.
Ante los ojos del
director, varios niños jugaban y bailaban y chapoteaban en el barro, alguna de
las madres bailaba, pero las más tendían la ropa sobre unos cables de teléfono
que iban de caseta a caseta o reñían a los pequeños por trastes; y los hombres
más viejos observaban desde unos taburetes cómo los menos viejos se entregaban
a tocar la guitarra y hasta alguno se arrancaba a cantar y dar palmas.
—¿Seguimos? –dijo el
jefe– Al fin y al cabo poco tiempo les queda aquí.
—Aguarde un momento.
Cierto era que pronto
la expropiación forzosa sacaría a los gitanos de allí para construir la nueva
circunvalación, pero quería llevarse el director el recuerdo de una felicidad
que ni su traje italiano, ni sus exageradas comisiones, ni su chalé en la playa
ni su futuro solucionado lograrían hacer presente en su vida.
¿Cuánto tiempo se aguantará esa revelación en la mente del director? ¿Supondrá un cambio en sus valores?
ResponderEliminarTengo la sensación de que muy poco, y por tanto, no.
Saludos Alex