3 ago 2012

Quiero ser como él

Le tengo bastante envidia.
Es un viejo viudo, de no menos de ochenta tacos, que desde que comienza la primavera sale cada tarde a la plaza, y allí, bien protegido bajo la sombra de una repisa, sencillamente mira la vida pasar.
Viste playeros anchos y cómodos, vaqueros o chándal y una camiseta de publicidad siempre descamisada. Lo mejor es la barba afilada de varios días, el chicle o algo que masca, la boina de cualquier manera y el bastón al que se sujeta como si de no hacerlo se fuera a descalabrar.
Suele estar solo. Rara vez un compinche se sienta a su lado; eso le entorpecería.
Me explico. Estoy en la ventana y como digo, ahí está el Sol a ciento cincuenta millones de quilómetros, jodiendo como de costumbre. Veo al viejo y me quedo observándole. Aprendiendo. Tomando nota mental. Envidiándole porque de mil amores imitaría su senectud.
Entonces comienza la función. Se acerca una chica. Camiseta palabra de honor, shorts, bailarinas. Él la mira y masca velozmente el chicle. Le pasa el escáner cuando viene y cuando pasa de largo. Luego tiembla sobre el bastón, satisfecho. Viene la siguiente. Una mamá. Melena rubia teñida que te crió, vestido marroncito corto y botines de verano. Puro estilo y con experiencia. Para colmo el bebé, que ya da unos pasos, se acerca al viejo por la gracia del bastón. El viejo hace unas carantoñas y la mamá se las ríe, acercando su poderoso escote al chicle que es mascado con ferocidad. Siguiente. Una parejita de adolescentes. Un par de chonis que ni saben hablar ni ná. Discuten por una gilipollez de un Smartphone y pasan de largo. Ella es tan tonta –o tan así–, que deja que se le vea medio tanga por encima del pantalón bajo. Cosa fina.
Por un momento no viene nadie. El viejo y yo nos aburrimos. Abro una cerveza y vuelvo a la ventana. El espectáculo debe continuar. Una señora se sienta con él. Rondará los cincuenta y está escasa de morbo, pero imagino que a los ochenta será todo un sueño, así que le envidio también por los magníficos pensamientos que le rondarán la cabeza. Más. Un grupo de niñas vienen de la playa. Toda una procesión de musas. Pelos mojados, bikinis, transparencias, piel suave y tersa como la madera pulida. Alguna hasta hace al amago de saludarle. Él agita el bastón y tiembla para parecer un pobre viejo.
Hasta que sucede el momento definitivo. Chica en mallas pasea perrito faldero. El viejo menea algo en el bolsillo y el perrito lo huele. El perrito se acerca y se vuelve loco de olor. La chica tira de él pero le pica la curiosidad por saber qué demonios verá el perro en el viejo. Se acerca. El viejo le da algo de comer al perro. Pero hay más y el perro lo sabe. Sigue ahí. La chica desiste y se sienta en el banco. Hablan. Le debe estar contando una buena batalla porque ella escucha con atención. Él pone carita de pena mientras habla y da de comer al perro. Sabe dios lo que le cuenta, pero en cuanto ella se descuida, los ojos del viejo apuntan al canalillo o al culo redondito aplastado contra la piedra del banco. Pasa un rato. El perro ha hecho pipí y popó. La chica se levanta y, atención, besa la mejilla del viejo y se larga.
Desaparece. El viejo se queda allí un rato. Nadie más viene pero poco importa. Difícilmente va a superar lo sucedido. Así que se levanta y se va. Se le intuye una sonrisa interior de oreja a oreja.
Lo dicho. Que me da mucha envidia. De mayor quiero ser como él.

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