24 ago 2012

Sin señales del cielo

Venía de la ciudad la otra noche, habiendo elegido la carretera de la costa, que aún siendo más larga, parece que con mayor facilidad me puede inspirar algo así como un pensamiento profundo, por aquello de la mayor soledad y las vistas abiertas al paisaje de la ría y al cielo.
Hacía, cosa poco habitual en La Coruña, una noche despejada y, más mal que bien, podían verse desde el coche unas cuantas estrellas: una decena a lo sumo gracias a la diosa contaminación. Una de ellas juraría yo que era un planeta, intuyo que Saturno pero no podría asegurarlo; y así como quien no quiere la cosa, me pareció que el puntito se hizo más gordo y brillante durante unos segundos y después volvía a su tamaño y brillo normales. Dudé se había sido un avión, un efecto óptico o sencillamente una confusión mía, pero lo primero resultó imposible, lo segundo no me cuadraba y lo tercero no quise creerlo, así que decidí quedarme con mi versión: Saturno había crecido y se había deshinchado poco después.
Entonces imaginé, en el poco camino que quedaba hasta que los obstáculos laterales (árboles, puentes, edificios,…) me ocultasen las vistas, que estaría bien que del cielo nos llegaran más noticias.
Me explico. No hablo de una tormenta o una revelación divina. Hablo de una hostia de la naturaleza en la cara de todos nosotros. Estrellas que explotan y nos envían radiación, planetas gigantes que crean enormes mareas, agujeros negros que nos succionan como hormigas en una pajita, luces de colores, brillantes y cegadoras, ruidos infernales fruto de colisiones galácticas, naves espaciales… no sé, toda esa clase de cosas con las que el universo es capaz de hacernos sentir una verdadera mierda. Sería como una cura de humildad planetaria, una losa que nos aplastaría y nos volvería a todos iguales.
Pinta catastrófica la cosa, sí, pero de vez en cuando vendría bien una buena bofetada. ¿Acaso no aprendemos así, a palos? Opino que la humanidad sería más feliz en su conjunto si se sintiera realmente amenazada; como también dicen que los países pobres son los más felices.
Pues eso, que muchas veces se me pasan por la cabeza asuntos así, aunque sólo sea durante unos minutos. Aquella noche, por cierto, me reencontré con las estrellas y mi planeta, ya que durante el veranito duermo en una casa en las afueras y, sin que desde luego sea una maravilla, el cielo que desde allí se ve es envidiable para cualquiera de la ciudad que no esté acostumbrado.

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