Aquel culo olía bien. Maravillosamente
bien. Nada hay como el olor de un buen culo joven y fértil; respingón y hormonado.
Claro que él tenía mala pinta; muy mala pinta, y como tantas otras veces fue
mirado de malas maneras y obligado a seguir su camino. Solo, errante. Sin su
culo.
Tal era su condena. O
más bien, la condena que su familia le había impuesto. Pero la echaba tanto de
menos… No, mejor no pensar en la familia. Ahora sólo le quedaba deambular de la
calle a la plaza, de la plaza al parque, con dos lágrimas inundando sus cuencas
oculares, la tristeza en su expresión, la mala salud en el porte, mendigando una
triste ración de comida que llevarse a la boca.
Era tarde y debía buscar un sitio donde
refugiarse. Otra noche con el estómago rugiendo. Otra noche sin mojar.
Intentaría por lo menos soñar con aquel maravilloso olor. No era fácil la vida
de un perro callejero.
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