—Aquí no hay dios que cague –gritó Marta.
Habían transcurrido diez minutos sin novedades en
el retrete. El barco se movía demasiado y el espacio era reducido hasta la
claustrofobia.
—Parezco una puta gallina –maldijo.
Hablaba sola pero se sentía como si sus amigas le
estuvieran escuchando. Era un camarote de tres chicas pero las otras dos habían
recibido la orden de abandonarlo para que Marta pudiera concentrarse en hacer de
vientre tras seis largas jornadas de crucero. Pero nada... ni siquiera el
supositorio –mano de santo según su amiga Sonia–, servía de algo.
—Además, ¡mira este puto agujero! –se incorporó
con las bragas por la rodilla y miró el retrete desangelado y virgen. El lugar
por donde debían colarse los
desperdicios era ridículamente pequeño y ya había sido objeto de comentarios y
quejas entre las amigas–. Así es imposible. ¡Imposible!
Se vistió, derrotada. Soltó unas lágrimas delante
del espejo y salió del camarote para informar del triste desenlace.
Definitivamente el viaje no estaba saliendo como esperaba. Tampoco para las
amigas. La comida era lamentable y posiblemente causante del malestar de Marta;
la bebida era veneno a precio de oro y la oferta de hombres con los que poner
los cuernos de una vez a sus maridos, escasa y de nula calidad.
Pero el estreñimiento de Marta debía tener
remedio. Entre las tres, en base a ciertas informaciones y confabulaciones,
habían concluido que el responsable de tal repugnancia era el director del
crucero, y tocaba vendetta.
Era la última cena, la de gala, y entre los
pasajeros de pingüino y las pasajeras emperifolladas había una mesa de
oficiales con sus trajes llenos de escudos y banderitas. Una escena de lo más
pomposa que no pasaría de ridícula si no fuera porque la pompa daba sentido, al
parecer, a un viaje de ese estilo. Tras terminar el amago de manjar muchos se
mezclaron en el baile en un salón anejo.
El plan estaba claro. Marta conocía a Alessandro,
el director del crucero, por la cantidad de fotos que colgaban en los pasillos
del capitán y los tripulantes más célebres.
No tardó la joven en conseguir un baile con el
director y dejarse querer. Alessandro lucía también anillo de casado pero
parecía no importarle demasiado. Al cabo de unas cuantas canciones, un susurro
de Marta en el oído bastó para que Alessandro la agarrara de la mano y tirase
de ella, obligándola a abandonar la pista y el salón. Con un guiño de ojo
apuntando hacia sus amigas Marta les hacía ver que el plan marchaba según lo
previsto.
El director la condujo entre los pasillos poco
lujosos de acceso restringido para el pasaje hasta que encontró una puerta que
se abría con llave. La luz se encendió y ante los ojos de Marta apareció toda
una suite espaciosa, con una cama enorme, sofás y televisión de plasma.
Alessandro no soportaba su acaloramiento y, tras besar con ansiedad el cuello
de su invitada, comenzó a desvestirse tirando la camisa y el pantalón por
cualquier sitio. Marta consiguió zafarse de él un instante, lo suficiente para
comprobar que tenía un torso masculino muy trabajado y decir, sonriente:
—Espérame en la cama. Ahora vengo.
Entró en el cuarto de baño. Aquello era otra cosa.
Bañera en vez de ducha, bidet, lavabo amplio y, ¡oh, milagro!: un retrete con
agujero más que de sobra para todo tipo de desperfectos.
—Impresionante –murmuró.
No lo dudó más y se bajó la falda y el tanga. Se
aseguró de que la cerradura estaba puesta y se sentó en el trono. Era todo
nervios y adrenalina, lo que sin duda ayudaría en su misión. Fueron unos
segundos tensos, emotivos, extraordinarios, en los que increíblemente todo
parecía ir según lo previsto. Incluso se preguntó si se estaba pasando con
aquel pobre chico tan agraciado con el que, al final, tenía la oportunidad de
pasar una noche inolvidable. Pero no tuvo tiempo para responderse y, como una
tormenta que descarga con violencia, su intestino se vació y sintió la mayor
sensación de alivio que recordaba en sus treinta y pocos años de vida. Aquello
debía de parecerse mucho a la felicidad, al clímax, al multiorgasmo.
Se levantó y miró la obra.
—Ole, ole y ole –se dijo.
Se limpió como pudo y se colocó la ropa sin tirar
de la cisterna ni bajar la tapa. Todo el petate quedaba bien a la vista. Salió
del baño, que por suerte estaba junto la puerta del camarote y, abriendo ésta,
lanzó una mirada furtiva a Alessandro, que sin entender nada de lo que sucedía,
esperaba en calzoncillos tumbado en la cama.
—Ni siquiera eres para tanto –dijo Marta, con
medio cuerpo fuera del camarote–. ¡Arrivederci!
Le lanzó un beso, hizo en gesto de adiós con la
mano y salió pitando. No tardó en desaparecer entre los pasillos y salir de la
zona restringida, asegurando a un oficial con el que se cruzó que se hallaba
allí sin querer porque había visto una puerta abierta.
Sus amigas la esperaban en una cafetería. Todas
coincidieron en que el tío estaba bueno y tenía pinta de manejarse bien entre
las sábanas, pero había merecido la pena el sacrificio, por el bien del viaje,
del estreñimiento de Marta, y quién sabe, quizá de futuros pasajeros si aquel
inútil decidía largarse al encontrarse la sorpresa en el cuarto de baño.
Una mujer con un gran control sobre sus prioridades.
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