Llevaban
así quince o veinte minutos.
—Eres
un mierdas, ¿me oyes?
—Y
tú una zorra asquerosa. Eres peor que la mierda.
—Si
pudiera te daba una paliza.
—Yo
no lo hago porque eres capaz de denunciarme.
—Que
no te quepa duda, ¡MIERDECILLA!
—Eso
es lo que te gustaría, ¿verdad? Sacarme toda la pasta. Eres como cualquier
fulana de la calle.
La
discusión parecía no tener fin. Las caras enrojecidas mostraban por sí solas el
inabarcable grado de tensión que se escondía en aquellos cuerpos.
—Dime
–siguió él–, ¿acaso no es así como ascendiste? ¿Qué clase de favores tuviste
que hacerle al jefe? ¡Vamos! ¡Dímelo si tienes huevos!
—¿Ahora
te preocupa lo que haga con mi vida?
—Por
mí como si te revientan diez negros zumbones, pero no estoy dispuesto a que se
sepa que soy el cornudo de la relación.
—Ya
salió el gallo de pelea... ¿y qué es mejor? ¿Ser el pringao de la oficina
después de quince años? ¿Es mejor que no te respeten ni las cucarachas después
de todo ese tiempo?
—Oh,
vaya... el pringao de la oficina. Pues al principio bien que te gustaba tirar
de la VISA de ese pringao. Solo que luego empezaste a ponerte esas faldas y
llegaste muy lejos, ¡pero sigues siendo lo mismo que antes! ¡una simple zorra
barata!
—Una
zorra barata que trae más dinero a esta casa que tú. ¡Pringao! ¡MIERDECILLA!
Los
vecinos estaban alertados. Posiblemente en breve la policía tocaría la puerta.
Les tomarían declaración y luego cada uno por su lado: ella de compras, él al
bar, y aquí paz y después gloria.
—¡Hijo
de puta!
—¡Zorra
de mierda!
—Tu
puta madre.
—La
tuya, que en paz descanse.
—Te
odio, ¡asqueroso!
—Si
pudiera te juro que... –con sus dos manos la agarró por la cintura, apretando
para lograr cogerle algo de piel entre sus puños.
—¿Qué
coño haces? ¡Me haces daño!
—Y
más que te va a doler.
Con
una mano siguió apretando y con la otra abofeteó la zona lumbar.
—¡Hijo
de puta!
—No
te resistas, ¡zorra!
Ella
soltó un grito seco y él siguió apretando y abofetaeando. Así unos segundos.
Enseguida
los dos se corrieron al mismo tiempo. Los cuerpos sudorosos permanecieron
inmóviles, recuperando el ritmo cardiaco, hasta que la puerta sonó: «toc, toc»,
y después ya se sabe: la declaración, ella de compras, él al bar y aquí paz y
después gloria.
Muy gráfico, Alex. A algunos les excita la falta de respeto mutuo pero es cierto que sobre gustos no hay nada escrito. Saludos
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