El
perro ya no venía a ladrar alrededor del coche. Se había acostumbrado a la
presencia de aquel extraño armatoste a una distancia prudencial de la caseta y
de la entrada a la vivienda.
Apagué
el motor. Después apagué la radio. Era un gesto instintivo después de aparcar y
aguardar prudencialmente uno o dos minutos para asegurarme de que la
conversación se prolongaría todavía un rato más. Un maravilloso rato más.
Conocía
de sobra el paisaje más allá de los cristales. El jardincito, los setos
descuidados, el pavimento de hormigón blanco reflectante y la fachada amarilla
tras cuya puerta desaparecería poco después no sin antes girarse, sonreír y
despedirse con la mano.
Sujetaba
con fuerza la carpeta y varios montoncitos de apuntes que no le cabían dentro.
Era inútil tratar de convencerla de que dejase todo en el asiento de atrás
hasta que se bajara. Una vez dentro de su terreno, algo o alguien parecía darle
la orden de coger sus cosas y ponerse en guardia.
Hablaba
y hablaba. Las clases. Los profesores. Los exámenes que se avecinaban. Lo cerca
y lo lejos que estaba todo. Las vacaciones. Las oportunidades de futuro. Yo
asentía e introducía mis comentarios, mezcla de sinceridad y oportunismo ante
lo que decía. No sé si la escuchaba o si hacía que la escuchaba. Creo que
intentaba escucharla pero no podía. Me lo impedía lo que tenía dentro. Su
propia imagen me lo impedía. Miraba moverse su boca mientras hablaba y sus
dientes tras ella. De vez en cuando mis ojos se escapaban un poco más abajo.
Sus pechos se escondían entre los apuntes y el brazo doblado para sujetarlos.
Su escote tenía poco de prominente y, aún con eso, me desconcentraba. Le
gustaban los pantalones blancos pero últimamente se atrevía con las faldas. Sus
piernas desnudas me robaban, si cabe, más atención a sus palabras. Volví a su
cara, a sus ojos, y entonces era como si me desmoronase por dentro. Los buscaba
detrás de sus gafas de sol, tratando de adivinar algo, de saber realmente qué
le pasaba por la cabeza a través de ellos. Pero era imposible. Apenas se veía
la forma tras los cristales negros. Lo hacía para maltratarme. Sin duda. Un día
tras otro se ponía aquellas gafas y jugaba con ellas. De vez en cuando separaba
una mano de sus apuntes y tocaba la montura. Yo esperaba verle por fin sus ojos
pero solamente se recolocaba las gafas unos milímetros; menos quizá. Eran una
tortura aquellos cristales negros rodeados de finas líneas marrones hasta las
orejas. Cada vez que sueño con una mujer, recuerdo vagamente al despertarme que
viste unas gafas exactamente igual que aquellas.
—Hora
de irse –dijo.
—Mañana
será otro día –solía añadir después.
Yo
no podía retenerla. ¿Bajo qué pretexto? Los nervios y el sudor me consumían
pero de mi boca salían cordiales palabras de despedida. Luego nos dábamos dos
besos. Un gesto que repetíamos las últimas veces; todo un avance porque antes
no nos tocábamos.
La
olí con discreción. Luego se alejó y se bajó del coche. El perro fue a
recibirla pero ella siguió su camino con indiferencia. Arranqué el motor y la
radio comenzó a sonar automáticamente. Esperé protocolariamente a que llegase a
la puerta, se girase, sonriese y me dijese adiós. Desapareció con sus gafas de
sol.
Así
transcurrió otro día más en que permanece en secreto lo perdido y enamorado que
estoy de ella. ¿Hasta cuándo podré soportarlo? ¿Cuántas veces he de llevarla a
casa para decírselo? ¿Por dónde va a reventar todo esto? ¿Se quitará alguna vez
esas malditas gafas?
El coche estaba en marcha y me esperaba una tarde de
estudio. Al fin y al cabo los exámenes estaban cerca para mí también. Subí el
volumen de la música. Luego me tiré un potente, prolongado y satisfactorio
pedo.
Me gusto mucho el ritmo que le diste a tu relato, auténtico y ameno. Sólo que la última línea, le resta credibilidad al relato.
ResponderEliminar;o)