14 nov 2013

El españolito de mierda

No pintaba bien la noche para Sebastián.
Avisado estaba el españolito de mierda: «o pagas hoy o te rajamos entero». No era la primera vez que no llegaba a tiempo el sobre del consulado para pagarle a Correa, el delegado del consejo de presos al que le debía cuatro mil bolivianos de alquiler. Era el dueño de su celda de dos por dos y medio por uno ochenta de alto que compartía con Caín y Juan José, dos veteranos del penal. Un nido de insectos picadores y cucarachas que hacían noche entre los pies descalzos de un inquilino y la cabeza del de al lado a escasos centímetros.
Algo se respiraba en el aire, y no eran los mugrientos zapatos de Caín, que le hacía pensar que no iba a ser como las otras veces en las que bueno de su compañero solía consolarle:
—Tranquilo, hermano. Te agarrarán, mentarán a tu madre y como mucho te llevarás una paliza ligera —decía «ligera» con voz suave pero sin ironías, mientras negaba con la cabeza para asegurar que de verdad no sería nada—. En una semana estarás nuevo.
Así ganaba tiempo Sebastián hasta que llegaba el sobre salvador. Más tardaría en llegar, puede que otros cuatro años igualitos que los que llevaba encerrado, la sentencia para su caso: un mil ocho de libro —tráfico de estupefacientes—, en el aeropuerto de El Alto con una maleta de mano que escondía nueve kilos de coca tras un falso fondo.
En un momento de la tarde Caín le había mirado extrañado, como preguntándose «¿todavía estás vivo?», y se había largado, dejando a Sebastián sin el amparo de uno de los pocos bolivianos que no le quería muerto porque un antepasado suyo, a bordo de un barco de conquistadores, había violado a nosecuantas tatarabuelas de los presentes.
—Hoy duermo en el pasillo. Puede que un tipo sepa si mañana me conceden un vis-a-vis —le había mentido Caín.
De Juan José poca ayuda podía esperar. De una patada le mandaron dos semanas al agujero. Sólo a un tipo con tan poco cerebro se le podría ocurrir traficar con cerveza. Le habría bastado una marca de tabaco diferente o simple coca para que los guardias hicieran la vista de gorda.
De éstos era mejor ni solicitar el auxilio. Enterados estaban de que esa noche sonaría la marcha fúnebre y, como mucho, conseguiría que alguno se uniera al grupito de sicarios para divertirse torturando a Sebastián. Eso sí, con patente de corso.
Sentado, apoyado contra la pared agrietada en la que colgaba un crucifijo en lo más alto, contempló la puesta de sol por encima del tejado del edificio de enfrente. En realidad era todo el mismo bloque uno del penal: aquel era el lado opuesto de un cuadrado visto desde arriba. El sol dibujaba un precioso rastro de cielo rojo mientras otros presos fumaban y curioseaban lo que sucedía en el patio. Enseguida una voz por megafonía gritó para que se fueran a dormir o a hacer lo que sus «putas madres» quisieran con tal de guardar silencio.
Apuró entonces el frasquito de metadona, muy recomendable en noches como aquella. Jamás se había drogado en la calle pero unos meses en el penal le bastaron para dejarse convencer de que primero la heroína y, cuando perdió dos dientes, la metadona, eran tan necesarias para agarrarse a la vida como lo es un dios para el creyente más acérrimo.
Pensó en su hijo Jacobo en una conversación telefónica de hacía dos años:
—Papi, ¿cuándo vas a venir?
Fue una de las pocas llamadas que se le permitieron a España, y casi la única a la familia. El resto fueron al consulado y al abogado, que ya no sabía qué decirle para disimular que no tenía nada nuevo que contarle.
—Papi, ¿cuándo vas a venir?
—Puede que en dos días esté ahí —pensó Sebastián—. Claro que repatriado en una caja de pino.
Pronto la bendita droga empezó a hacer efecto. Se pellizcó en el brazo. Apenas sentía dolor. Ese era el objetivo. Luego se abofeteó. Nada. Un cabezazo contra la pared, dos. Apenas nada. Se rio imaginándose la escena: un preso golpeándose a sí mismo para comprobar su resistencia al sufrimiento.
Luego vino la extrema relajación. Casi no lograba distinguir a Jacobo entre sus imágenes mentales. Allí estaba el niño: balbuceando pa-pa, corriendo tras la pelota, abandonando por fin los ruedines del triciclo y diciendo adiós con lágrimas en los ojos a la puerta del cole porque juraba estar enfermo para no tener que quedarse allí.
—¿Cuándo vas a venir?
—Muy pronto, Jaco.
Apartó una muda que estaba demasiado cerca, junto al cojín de Caín. Su buen compadre no merecía encontrarse al día siguiente sus pocas posesiones manchadas de sangre.
Perdió la noción del tiempo. Pudieron transcurrir diez minutos o quizá dos horas cuando creyó escuchar «españolito. ¡Españolito!», muy a lo lejos.
—Será mi imaginación —dedujo.
Pero los murmullos se hicieron más audibles. «Reza lo que sepas, ¡carajo!». Ni siquiera se levantó a comprobar. Puede que no lo lograse aunque quisiera. «Españolito, te vamos a rajar. ¡Aquí nadie jode a Correa!». Se escucharon risas y las botas de varios hombres pisando el metal quebrado de los peldaños de la escalera que venía del pasillo de abajo.
En cuanto doblasen la esquina, sólo una docena de cuerpos que se hacinaban en sacos o mantas en busca de un descanso gratis e imposible les separaba de un hueco en la pared en forma de puerta: la entrada a la celda de Sebastián.
El españolito escuchó un silencio de varios segundos. Para cuando volvió a haber ruido, fue dichoso al descubrirse tan atontado que parecía haberse quedado dormido. Todavía pudo pensar:
—Papi, ¿cuándo vas a venir?

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