No
pintaba bien la noche para Sebastián.
Avisado
estaba el españolito de mierda: «o
pagas hoy o te rajamos entero». No era la primera vez que no llegaba a tiempo el
sobre del consulado para pagarle a Correa, el delegado del consejo de presos al
que le debía cuatro mil bolivianos de
alquiler. Era el dueño de su celda de dos por dos y medio por uno ochenta de
alto que compartía con Caín y Juan José, dos veteranos del penal. Un nido de
insectos picadores y cucarachas que hacían noche entre los pies descalzos de un
inquilino y la cabeza del de al lado a escasos centímetros.
Algo
se respiraba en el aire, y no eran los mugrientos zapatos de Caín, que le hacía
pensar que no iba a ser como las otras veces en las que bueno de su compañero
solía consolarle:
—Tranquilo,
hermano. Te agarrarán, mentarán a tu madre y como mucho te llevarás una paliza ligera —decía «ligera» con voz suave
pero sin ironías, mientras negaba con la cabeza para asegurar que de verdad no
sería nada—. En una semana estarás nuevo.
Así
ganaba tiempo Sebastián hasta que llegaba el sobre salvador. Más tardaría en
llegar, puede que otros cuatro años igualitos que los que llevaba encerrado, la
sentencia para su caso: un mil ocho de libro —tráfico de estupefacientes—, en
el aeropuerto de El Alto con una maleta de mano que escondía nueve kilos de
coca tras un falso fondo.
En
un momento de la tarde Caín le había mirado extrañado, como preguntándose «¿todavía
estás vivo?», y se había largado, dejando a Sebastián sin el amparo de uno de
los pocos bolivianos que no le quería muerto porque un antepasado suyo, a bordo
de un barco de conquistadores, había violado a nosecuantas tatarabuelas de los
presentes.
—Hoy
duermo en el pasillo. Puede que un tipo sepa si mañana me conceden un vis-a-vis —le había mentido Caín.
De
Juan José poca ayuda podía esperar. De una patada le mandaron dos semanas al agujero. Sólo a un tipo con tan poco
cerebro se le podría ocurrir traficar con cerveza. Le habría bastado una marca
de tabaco diferente o simple coca para que los guardias hicieran la vista de
gorda.
De
éstos era mejor ni solicitar el auxilio. Enterados estaban de que esa noche
sonaría la marcha fúnebre y, como mucho, conseguiría que alguno se uniera al
grupito de sicarios para divertirse torturando a Sebastián. Eso sí, con patente
de corso.
Sentado,
apoyado contra la pared agrietada en la que colgaba un crucifijo en lo más
alto, contempló la puesta de sol por encima del tejado del edificio de enfrente.
En realidad era todo el mismo bloque uno del penal: aquel era el lado opuesto
de un cuadrado visto desde arriba. El sol dibujaba un precioso rastro de cielo
rojo mientras otros presos fumaban y curioseaban lo que sucedía en el patio. Enseguida
una voz por megafonía gritó para que se fueran a dormir o a hacer lo que sus «putas
madres» quisieran con tal de guardar silencio.
Apuró
entonces el frasquito de metadona, muy recomendable en noches como aquella.
Jamás se había drogado en la calle pero unos meses en el penal le bastaron para
dejarse convencer de que primero la heroína y, cuando perdió dos dientes, la
metadona, eran tan necesarias para agarrarse a la vida como lo es un dios para
el creyente más acérrimo.
Pensó
en su hijo Jacobo en una conversación telefónica de hacía dos años:
—Papi,
¿cuándo vas a venir?
Fue
una de las pocas llamadas que se le permitieron a España, y casi la única a la
familia. El resto fueron al consulado y al abogado, que ya no sabía qué decirle
para disimular que no tenía nada nuevo que contarle.
—Papi,
¿cuándo vas a venir?
—Puede
que en dos días esté ahí —pensó Sebastián—. Claro que repatriado en una caja de
pino.
Pronto
la bendita droga empezó a hacer efecto. Se pellizcó en el brazo. Apenas sentía
dolor. Ese era el objetivo. Luego se abofeteó. Nada. Un cabezazo contra la
pared, dos. Apenas nada. Se rio imaginándose la escena: un preso golpeándose a
sí mismo para comprobar su resistencia al sufrimiento.
Luego
vino la extrema relajación. Casi no lograba distinguir a Jacobo entre sus
imágenes mentales. Allí estaba el niño: balbuceando pa-pa, corriendo tras la
pelota, abandonando por fin los ruedines del triciclo y diciendo adiós con
lágrimas en los ojos a la puerta del cole porque juraba estar enfermo para no
tener que quedarse allí.
—¿Cuándo
vas a venir?
—Muy
pronto, Jaco.
Apartó
una muda que estaba demasiado cerca, junto al cojín de Caín. Su buen compadre
no merecía encontrarse al día siguiente sus pocas posesiones manchadas de
sangre.
Perdió
la noción del tiempo. Pudieron transcurrir diez minutos o quizá dos horas
cuando creyó escuchar «españolito. ¡Españolito!», muy a lo lejos.
—Será
mi imaginación —dedujo.
Pero
los murmullos se hicieron más audibles. «Reza lo que sepas, ¡carajo!». Ni
siquiera se levantó a comprobar. Puede que no lo lograse aunque quisiera. «Españolito,
te vamos a rajar. ¡Aquí nadie jode a Correa!». Se escucharon risas y las botas
de varios hombres pisando el metal quebrado de los peldaños de la escalera que
venía del pasillo de abajo.
En
cuanto doblasen la esquina, sólo una docena de cuerpos que se hacinaban en
sacos o mantas en busca de un descanso gratis e imposible les separaba de un
hueco en la pared en forma de puerta: la entrada a la celda de Sebastián.
El
españolito escuchó un silencio de varios segundos. Para cuando volvió a haber
ruido, fue dichoso al descubrirse tan atontado que parecía haberse quedado
dormido. Todavía pudo pensar:
—Papi, ¿cuándo vas a venir?
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