9 dic 2013

La fuga

Los rayos de sol se reflejaban en el rocío de las hojas. Los gorriones saltaban de rama en rama y luego se perdían más allá de su campo de visión. Las golondrinas rebuscaban entre las hierbas. Por todas partes se veían colores y se escuchaban cánticos de vida. De libertad.
Era un idílico amanecer de verano y hacía ya rato que Houdini se había desencajado la cabeza de entre las plumas. Thatcher dormía en el nido. Como buena hembra buscaba el calor por algún motivo que el macho jamás comprendería.
Houdini picoteó unos gramos de alpiste y regresó a su barrote. No precisó sonido alguno para despertar a Thatcher, que enseguida emergió del nido sacudiéndose majestuosamente.
—¿Estás lista? Hoy es el día.
Antes de que pudiera contestar, Houdini la condujo entusiasmado hasta el fondo de la jaula, en un lateral, apenas unos centímetros por debajo del bebedero.
—¿Qué te parece mi trabajo? —repitió él—. Sólo he podido dormir un par de horas. ¡Pero ha valido la pena!
Habían sido, de hecho, varias noches de duro trabajo. En medio del óxido que reinaba en las paredes metálicas, había logrado desenganchar completamente un hierro del resto de la estructura, dejando un hueco de más de una cabeza por el que fácilmente se colaría el cuerpo de los dos canarios.
—Es magnífico —dijo Houdini, demostrando con medio cuerpo fuera que efectivamente podrían salir de allí con enorme facilidad—. Mira todo esto, Thatcher, míralo y despídete porque hoy es el último día que lo verás.
Miraron ambos alrededor: el mugriento recipiente, con cuatro barrotes, otros tantos comederos y un bebedero y una bañera tomadas por el moho y los excrementos.
—¡Qué asco! —negó Houdini.
—¡Vamos! —añadió—. Come algo. Recuerda que puede que nos cueste horas adaptarnos ahí fuera.
—Un momento —dijo Thatcher—. Quiero que veas una cosa.
—Perfecto. Pero no tenemos todo el día. Ya sabes que hoy...
En efecto, en cualquier momento regresaría la familia a la casa. Hasta entonces la señora que limpiaba se encargaba de cambiar el agua, la comida y la arena del fondo; pero esa paz duraría muy poco y debían aprovecharla.
—Mira —dijo Thatcher, desde la puerta del nido y con la mirada dirigida al interior.
—Pero... ¿qué es esto? No. No puede ser.
—Lo es.
Sobre el fondo de algodón descansaban cuatro minúsculos huevos que no estaban la anterior vez que Houdini había estado allí.
—Ha sido esta noche —dijo Thatcher—. Mientras tú trabajabas en el agujero. Lo siento.
—Vale —dijo Houdini, tras una larga pausa mirando los huevos—. Vale...
Estaba visiblemente nervioso. Volaba con insólita velocidad de un lado a otro y se enganchaba en las paredes metálicas con violencia. Cuando regresó al nido Thatcher permanecía en la misma postura indecisa:
—¿Y qué hacemos? —le preguntó él.
—No lo sé. Quizá lo mejor sea que esperemos otra oportunidad. No podemos abandonar a los que serán nuestros hijos.
—¿Otra oportunidad? —se enfadó el macho—. Cuando la familia venga y vea la jaula, ¿qué crees que harán? Como mínimo pegarán celo en la varilla descolocada y revisarán todas las demás. Eso si no deciden tirar esta pocilga y ponernos otra nueva de la que sea imposible escaparse.
—Míralo por el lado bueno. Quizá en una nueva jaula crezcan sanos y con más espacio.
—¿Ese es el futuro que deseas para tus crías? —Houdini voló nuevamente y regresó—. Piensa un poco. Imagina que nos quedamos y que nuestras crías nacen. Lo más probable será que en cuanto crezcan los regalen a una tienda o a otra familia. Otra opción es que se queden con uno o dos y los pongan en otra jaula al lado de la nuestra donde jamás volverás a tocarlos. ¿Es eso lo que quieres?
—No, pero...
—¡Claro que no! Vamos Thatcher, todavía somos jóvenes. Nos merecemos una oportunidad ahí fuera. ¡Mira! —un gorrión con una miga de pan en el pico se posó sobre una maceta que colgaba junto a la jaula—. ¿Serás capaz de renunciar a eso? ¿Acaso no quieres que tus hijos gocen de esa libertad?
—Claro que sí, pero estos hijos morirán si los abandonamos y no sé si podría perdonármelo. ¿Tú podrías?
—No lo sé, pero lo que seguro que no me perdonaría que mis hijos nacieran en una cárcel pudiendo evitarlo.
Se callaron unos instantes. El portalón del garaje hizo un ruido que puso alerta a la pareja.
—Son ellos. Es la hora, Thatcher.
—Lo sé. Vete.
—¿Cómo dices?
—Vete. Todavía puedes buscar otra hembra. Yo no puedo abandonarles.
—¿Estás loca? Jamás te dejaré sola.
—¡Márchate!
De dos fuertes picotazos Thatcher empujó a Houdini hacia el agujero. Cuando éste se recuperó de los golpes y dio media vuelta, la hembra se había metido en el nido y probablemente incubaba sus huevos. Antes de subirse a un barrote para volver allí escuchó:
—Por favor, vete.
Voces humanas invadieron el jardín. Había también llaves agitándose y ruidos de bolsas y maletas. Era ahora o nunca.
Con lágrimas en los ojos, Houdini se coló por el agujero que tantas horas le había costado fabricarse.
Por primera vez en sus tres años de vida no había varillas metálicas alrededor y una extraña sensación le invadió. Voló torpemente hacia el árbol que tantas veces había visto desde su jaula.
Escondido, observó cómo la familia se acercaba a ella y comprobaba, entre lamentaciones, que faltaba uno de los canarios.
Se preguntó qué pasaría por la cabeza de Thatcher, y si todo aquel esfuerzo valdría finalmente la pena. Pensó que quizá jamás encontraría las respuestas.

1 comentario:

  1. Me ha flipado Alex, muy buen relato. Es una historia conmovedora, sencilla e imaginativa, o sea genial.
    Un saludo y mi enhorabuena.

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