Los rayos de sol
se reflejaban en el rocío de las hojas. Los gorriones saltaban de rama en rama
y luego se perdían más allá de su campo de visión. Las golondrinas rebuscaban
entre las hierbas. Por todas partes se veían colores y se escuchaban cánticos
de vida. De libertad.
Era un idílico
amanecer de verano y hacía ya rato que Houdini se había desencajado la cabeza
de entre las plumas. Thatcher dormía en el nido. Como buena hembra buscaba el
calor por algún motivo que el macho jamás comprendería.
Houdini picoteó
unos gramos de alpiste y regresó a su barrote. No precisó sonido alguno para
despertar a Thatcher, que enseguida emergió del nido sacudiéndose
majestuosamente.
—¿Estás lista?
Hoy es el día.
Antes de que
pudiera contestar, Houdini la condujo entusiasmado hasta el fondo de la jaula,
en un lateral, apenas unos centímetros por debajo del bebedero.
—¿Qué te parece
mi trabajo? —repitió él—. Sólo he podido dormir un par de horas. ¡Pero ha
valido la pena!
Habían sido, de
hecho, varias noches de duro trabajo. En medio del óxido que reinaba en las
paredes metálicas, había logrado desenganchar completamente un hierro del resto
de la estructura, dejando un hueco de más de una cabeza por el que fácilmente
se colaría el cuerpo de los dos canarios.
—Es magnífico
—dijo Houdini, demostrando con medio cuerpo fuera que efectivamente podrían
salir de allí con enorme facilidad—. Mira todo esto, Thatcher, míralo y
despídete porque hoy es el último día que lo verás.
Miraron ambos
alrededor: el mugriento recipiente, con cuatro barrotes, otros tantos comederos
y un bebedero y una bañera tomadas por el moho y los excrementos.
—¡Qué asco! —negó
Houdini.
—¡Vamos!
—añadió—. Come algo. Recuerda que puede que nos cueste horas adaptarnos ahí
fuera.
—Un momento —dijo
Thatcher—. Quiero que veas una cosa.
—Perfecto. Pero
no tenemos todo el día. Ya sabes que hoy...
En efecto, en
cualquier momento regresaría la familia a la casa. Hasta entonces la señora que
limpiaba se encargaba de cambiar el agua, la comida y la arena del fondo; pero
esa paz duraría muy poco y debían aprovecharla.
—Mira —dijo
Thatcher, desde la puerta del nido y con la mirada dirigida al interior.
—Pero... ¿qué es
esto? No. No puede ser.
—Lo es.
Sobre el fondo de
algodón descansaban cuatro minúsculos huevos que no estaban la anterior vez que
Houdini había estado allí.
—Ha sido esta
noche —dijo Thatcher—. Mientras tú trabajabas en el agujero. Lo siento.
—Vale —dijo
Houdini, tras una larga pausa mirando los huevos—. Vale...
Estaba
visiblemente nervioso. Volaba con insólita velocidad de un lado a otro y se
enganchaba en las paredes metálicas con violencia. Cuando regresó al nido
Thatcher permanecía en la misma postura indecisa:
—¿Y qué hacemos?
—le preguntó él.
—No lo sé. Quizá
lo mejor sea que esperemos otra oportunidad. No podemos abandonar a los que
serán nuestros hijos.
—¿Otra
oportunidad? —se enfadó el macho—. Cuando la familia venga y vea la jaula, ¿qué
crees que harán? Como mínimo pegarán celo en la varilla descolocada y revisarán
todas las demás. Eso si no deciden tirar esta pocilga y ponernos otra nueva de
la que sea imposible escaparse.
—Míralo por el
lado bueno. Quizá en una nueva jaula crezcan sanos y con más espacio.
—¿Ese es el
futuro que deseas para tus crías? —Houdini voló nuevamente y regresó—. Piensa
un poco. Imagina que nos quedamos y que nuestras crías nacen. Lo más probable
será que en cuanto crezcan los regalen a una tienda o a otra familia. Otra
opción es que se queden con uno o dos y los pongan en otra jaula al lado de la
nuestra donde jamás volverás a tocarlos. ¿Es eso lo que quieres?
—No, pero...
—¡Claro que no!
Vamos Thatcher, todavía somos jóvenes. Nos merecemos una oportunidad ahí fuera.
¡Mira! —un gorrión con una miga de pan en el pico se posó sobre una maceta que
colgaba junto a la jaula—. ¿Serás capaz de renunciar a eso? ¿Acaso no quieres
que tus hijos gocen de esa libertad?
—Claro que sí,
pero estos hijos morirán si los abandonamos
y no sé si podría perdonármelo. ¿Tú podrías?
—No lo sé, pero lo
que seguro que no me perdonaría que mis hijos nacieran en una cárcel pudiendo
evitarlo.
Se callaron unos
instantes. El portalón del garaje hizo un ruido que puso alerta a la pareja.
—Son ellos. Es la
hora, Thatcher.
—Lo sé. Vete.
—¿Cómo dices?
—Vete. Todavía
puedes buscar otra hembra. Yo no puedo abandonarles.
—¿Estás loca?
Jamás te dejaré sola.
—¡Márchate!
De dos fuertes
picotazos Thatcher empujó a Houdini hacia el agujero. Cuando éste se recuperó
de los golpes y dio media vuelta, la hembra se había metido en el nido y
probablemente incubaba sus huevos. Antes de subirse a un barrote para volver
allí escuchó:
—Por favor, vete.
Voces humanas
invadieron el jardín. Había también llaves agitándose y ruidos de bolsas y
maletas. Era ahora o nunca.
Con lágrimas en
los ojos, Houdini se coló por el agujero que tantas horas le había costado
fabricarse.
Por primera vez
en sus tres años de vida no había varillas metálicas alrededor y una extraña sensación
le invadió. Voló torpemente hacia el árbol que tantas veces había visto desde
su jaula.
Escondido,
observó cómo la familia se acercaba a ella y comprobaba, entre lamentaciones,
que faltaba uno de los canarios.
Se preguntó qué
pasaría por la cabeza de Thatcher, y si todo aquel esfuerzo valdría finalmente la
pena. Pensó que quizá jamás encontraría las respuestas.
Me ha flipado Alex, muy buen relato. Es una historia conmovedora, sencilla e imaginativa, o sea genial.
ResponderEliminarUn saludo y mi enhorabuena.