Por más que frotase con estropajo, por más que
utilizara toda clase de limpiadores, la condenada mancha no desaparecía de la
mesa. Allí estaba, entre la pantalla y el cajoncito del teclado, siempre bien
visible, siempre recordándole aquél día.
La miraba y se preguntaba cómo toda una jefa de
servicio, una empleada ejemplar durante más de treinta años, había sido capaz,
en un ataque fruto del estrés, de la rabia acumulada, del cansancio tras varias
jornadas de horas extra, del olor a sudor masculino y de la soledad mutua de un
viernes por la noche, de agarrar al becario que bien podría ser su hijo,
despojarle de la camisa, arrastrarlo a la mesa y follar allí como nunca antes
lo había hecho.
Fue un polvo durísimo. Animal. Salvaje. Doloroso.
Inolvidable.
Al chaval se le acabó el contrato pero allí dejó
aquella mancha como recuerdo. No se podía saber si era de él o de ella. Quizá
era de los dos.
Una nueva noche de horas extras decidió cesar en sus
intentos por borrarla. Decidió que la mancha fuera lo mejor de su despacho.
Decidió incluso echar de menos otro polvo.
Bueno, esto último no, no lo echó de menos. Para eso
estaba el nuevo becario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario