Fue todo de golpe. O quizá no,
quizá llevaba tiempo produciéndose pero a un ritmo lento, imperceptible.
Tenía la mirada clavada en la
pantalla. Los dedos, tecleando como si se los fuera a llevar el diablo, aprovechando
uno de eso pocos momentos de inspiración para no perder ni un segundo en
cualquier otra estupidez.
Hasta que los dos estantes
chocaron y saltaron puñados de astillas. Libros de un lado y de otro se
empujaban y terminaron caídos o amontonados. Se escuchaba un ruido apocalíptico.
Resulta que las paredes se
movían. Las esquinas perpendiculares se habían separado y a través de las
grietas se entreveía una serie de engranajes mediante los que una estructura
cabalgaba sobre la otra. Se movían las paredes de mi izquierda y de mi derecha.
La de enfrente soportaba el movimiento y sufría los golpes. La velocidad era de
uno o dos centímetros por minuto, y el sentido, hacia el interior de la
habitación. También el techo, sin lograr a comprender el mecanismo, descendía
al mismo ritmo hacia mi cabeza. De pronto el dormitorio tenía un 10 o un quince
por ciento menos de volumen.
No había solución posible. Empujé
con todas mis fuerzas pero las paredes eran movidas por una potencia
inconmensurable. Mi espacio vital se reducía.
Asustado, salí de la habitación y
desde la puerta miré adentro. La destrucción era absoluta. Todo se hacía polvo
y escombros. De pronto la lámpara del pasillo golpeó mi cabeza: ¡el proceso
continuaba en el resto del piso!
Mi razón no alcanzaba a
comprender nada en absoluto, pero era el miedo quien me dominaba. Debía salir a
la calle o terminaría aplastado.
La puerta principal estaba rota
en dos pedazos. El techo había descendido por debajo del dintel y la madera
había cedido. Me colé y busqué el ascensor. ¡No funcionaba! Angustiado, observé
cómo también las paredes de las escaleras se comían el espacio interior e,
instintivamente, empecé a descender peldaños saltándolos de tres en tres y de
cuatro en cuatro. Debía salvar nueve pisos y la velocidad de las paredes
aumentaba. Llegué al portal jadeante y con apenas sitio para colarme entre la
pared y el pasamanos. Por suerte, el cristal del portal también había cedido y
pude saltar a la calle y librarme de una muerte terrible.
Estaba en el suelo de la plaza.
Me daba miedo incorporarme. Cuando lo hice, me encontraba entre las fachadas de
los cuatro edificios que componen mi urbanización, avanzando ahora más deprisa
para intentar aplastarme. ¡Cómo era posible! Ni siquiera me lo pregunté. Se
deslizaban las fachadas como un enorme barco antes de botarlo al mar desde los
astilleros. El espacio libre entre fachada y fachada era de pocos metros y
hacia allí corrí.
Fuera de ese peligro, intuía que todavía no había terminado mi pesadilla. En
efecto, a lo lejos vi cómo la ría había empezado a levantarse y el agua a
invadir la tierra que la separaba de mí, buscando una horizontalidad que
parecía imposible. Sólo me quedaba correr hacia las montañas. Run to the hills, pensé en la canción de
Iron Maiden. Allí parecía que todavía había paz. Me colé por unos pasadizos que
conocía, sin querer saber nada de la civilización que dejaba tras de mí.
Llegué a un terreno abierto en el
que parecía no haber movimiento. Pero un susurro se hizo cada vez más y más
perceptible. Sonaba como el mecanismo que había movido mi habitación. Algo
pareció moverse bajo la tierra: una fuerza sobrehumana y satánica. Del mismo
cielo pareció también surgir algo y os juro por dios que las estrellas dejaron
de ser puntos brillantes para ser pequeños circulitos más brillantes aún. Se
acercaban a mí.
De aquello sí que no podía
librarme, así que derrotado, no sé cómo me dejé llevar y, cuando por suerte
encontré papel y lápiz en este banco, decidí sentarme y escribir estas líneas.
Recuerdo que en este mismo banco
una vez hablé con una amiga. Explicándole cómo era yo le había dicho que era un
perfecto inconformista, un hombre que quería comerse el mundo y que éste le
terminaría resultando pequeño. Ella me había contestado que había que tener
cuidado con la altura de miras, que fácilmente se caía en el exceso de ambición
y que si el mundo se me hacía pequeño él terminaría por hacerme pequeño a mí.
Nunca creí que fuera a tener tanta razón.
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