4 dic 2013

Aplastado

Fue todo de golpe. O quizá no, quizá llevaba tiempo produciéndose pero a un ritmo lento, imperceptible.
Tenía la mirada clavada en la pantalla. Los dedos, tecleando como si se los fuera a llevar el diablo, aprovechando uno de eso pocos momentos de inspiración para no perder ni un segundo en cualquier otra estupidez.
Hasta que los dos estantes chocaron y saltaron puñados de astillas. Libros de un lado y de otro se empujaban y terminaron caídos o amontonados. Se escuchaba un ruido apocalíptico.
Resulta que las paredes se movían. Las esquinas perpendiculares se habían separado y a través de las grietas se entreveía una serie de engranajes mediante los que una estructura cabalgaba sobre la otra. Se movían las paredes de mi izquierda y de mi derecha. La de enfrente soportaba el movimiento y sufría los golpes. La velocidad era de uno o dos centímetros por minuto, y el sentido, hacia el interior de la habitación. También el techo, sin lograr a comprender el mecanismo, descendía al mismo ritmo hacia mi cabeza. De pronto el dormitorio tenía un 10 o un quince por ciento menos de volumen.
No había solución posible. Empujé con todas mis fuerzas pero las paredes eran movidas por una potencia inconmensurable. Mi espacio vital se reducía.
Asustado, salí de la habitación y desde la puerta miré adentro. La destrucción era absoluta. Todo se hacía polvo y escombros. De pronto la lámpara del pasillo golpeó mi cabeza: ¡el proceso continuaba en el resto del piso!
Mi razón no alcanzaba a comprender nada en absoluto, pero era el miedo quien me dominaba. Debía salir a la calle o terminaría aplastado.
La puerta principal estaba rota en dos pedazos. El techo había descendido por debajo del dintel y la madera había cedido. Me colé y busqué el ascensor. ¡No funcionaba! Angustiado, observé cómo también las paredes de las escaleras se comían el espacio interior e, instintivamente, empecé a descender peldaños saltándolos de tres en tres y de cuatro en cuatro. Debía salvar nueve pisos y la velocidad de las paredes aumentaba. Llegué al portal jadeante y con apenas sitio para colarme entre la pared y el pasamanos. Por suerte, el cristal del portal también había cedido y pude saltar a la calle y librarme de una muerte terrible.
Estaba en el suelo de la plaza. Me daba miedo incorporarme. Cuando lo hice, me encontraba entre las fachadas de los cuatro edificios que componen mi urbanización, avanzando ahora más deprisa para intentar aplastarme. ¡Cómo era posible! Ni siquiera me lo pregunté. Se deslizaban las fachadas como un enorme barco antes de botarlo al mar desde los astilleros. El espacio libre entre fachada y fachada era de pocos metros y hacia allí corrí.
Fuera de ese peligro, intuía que todavía no había terminado mi pesadilla. En efecto, a lo lejos vi cómo la ría había empezado a levantarse y el agua a invadir la tierra que la separaba de mí, buscando una horizontalidad que parecía imposible. Sólo me quedaba correr hacia las montañas. Run to the hills, pensé en la canción de Iron Maiden. Allí parecía que todavía había paz. Me colé por unos pasadizos que conocía, sin querer saber nada de la civilización que dejaba tras de mí.
Llegué a un terreno abierto en el que parecía no haber movimiento. Pero un susurro se hizo cada vez más y más perceptible. Sonaba como el mecanismo que había movido mi habitación. Algo pareció moverse bajo la tierra: una fuerza sobrehumana y satánica. Del mismo cielo pareció también surgir algo y os juro por dios que las estrellas dejaron de ser puntos brillantes para ser pequeños circulitos más brillantes aún. Se acercaban a mí.
De aquello sí que no podía librarme, así que derrotado, no sé cómo me dejé llevar y, cuando por suerte encontré papel y lápiz en este banco, decidí sentarme y escribir estas líneas.
Recuerdo que en este mismo banco una vez hablé con una amiga. Explicándole cómo era yo le había dicho que era un perfecto inconformista, un hombre que quería comerse el mundo y que éste le terminaría resultando pequeño. Ella me había contestado que había que tener cuidado con la altura de miras, que fácilmente se caía en el exceso de ambición y que si el mundo se me hacía pequeño él terminaría por hacerme pequeño a mí. Nunca creí que fuera a tener tanta razón.

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