24 dic 2013

Utopía perruna

La vida de Monty tenía poco de estresante. Todo lo emocionante que podía sucederle era la incursión de un maldito gato en su terreno, o un doloroso picor de espalda que requería un rebozado de hierba, o un pájaro que le robaba una pelota de pienso, o un extraño ruido al que había que ladrar a través de la verja de alambre y matorrales.
Por lo demás se levantaba cuando le viniese en gana, se desperezaba, daba los buenos días a los dueños moviéndoles el rabo y ofreciéndoles la cabeza para ser acariciada, bebía agua, comía pienso, pedía sobras de comida humana con carita de pena, cagaba, dormía la siesta, deambulaba por la finca, cenaba y regresaba a la caseta a la espera de un nuevo y glorioso día perruno.
Otro asunto eran las salidas nocturnas. Resulta que un vecino, dos casas más arriba —un imbécil con muy mala baba que cada viernes descendía la cuesta de la urbanización montado en su quad haciendo un ruido atronador—, tenía una perrita en celo una vez al semestre, desprendiendo un aroma más embriagador que la mayor de las barbacoas, penetrando el hocico de Monty con un poder hipnótico que desataba la locura en el perro.
Los días en medio de aquella atmósfera se hacían desesperantemente largos. Resultaba imposible excavar un agujero hasta el otro lado de la valla y, por muy en forma que estuviese, era demasiada la altura que había que salvar para estar fuera.
Por eso esperaba a la noche, cuando el motor del todo terreno de sus dueños se escuchaba tras el portalón, para situarse en una buena posición para, en cuanto éste se abriese unos centímetros, salir escopetado cuesta arriba, ignorando los gritos que le reclamaban desde la ventanilla del vehículo.
Unas horas más tarde se las arreglaba para, a través de un árbol, saltar nuevamente a su finca y dormir plácidamente hasta el amanecer.
Así fue como al poco de las excursiones y, con el olor a hembra desaparecido del ambiente, escuchó más ladridos de lo normal procedentes de la casa del vecino. Muerto de curiosidad, decidió salir una noche más a comprobar qué sucedía. Desde la valla, sin atreverse a entrar, vio cómo cuatro cachorros correteaban junto a su madre, la hembra que pocas semanas atrás había despertado sus más bajos instintos.
Pero poco podía hacer como padre más que desear un futuro feliz para sus cachorros, y así transcurrió el tiempo, mientras se olvidaba del asunto, hasta que a los seis meses un nuevo olor a hembra le hechizó enloquecidamente. Era un olor diferente al anterior pero igualmente hipnótico.
Así que aguardó su oportunidad para salir tras aquel rastro. El olor se hizo más intenso a medida que subía la cuesta. Procedía, por supuesto, del interior de la casa del vecino. Dentro sólo estaban la madre y un cachorro: la hembra de la que sin duda procedía el olor. ¿Cómo saber a esas alturas que era su propia hija? No se lo pensó y entró. Se acercó y olisqueó el trasero de aquella preciosidad. Un olor sublime. Todo marchaba bien cuando una luz se encendió en la casa. Debía terminar pronto el acto y largarse. La montó y empezó a culear. Iban sólo unos segundos y la puerta de la casa se abrió. El tipo del quad salió profiriendo gritos y corriendo hacia él, que rápidamente se quitó de encima, esquivó una patada y saltó la valla camino de su casa con el rabo entre las piernas.
No le había dado tiempo a consumar. Una lástima. Pero tendría más oportunidades y no desesperó.
Durmió plácidamente y el mismo olor mágico le despertó. Era viernes y, por ende, el quad hizo su aparición en la cuesta de la urbanización. ¡Qué ruido tan horrible! Sin embargo ese ruido significaba que la perrita estaría sola. Se las arreglaría para saltar escaparse por el día y hacerlo sin peligro, pensó.
Pero esta vez el quad se paró ante su propio portalón. Contra tal escándalo Monty se coló entre los matorrales de la verja para intentar ver algo, mientras ladraba desesperado. Apenas pudo ver aquel chisme rugiendo sin nadie encima, hasta que por fin el tipo se subió a él de nuevo y arrancó. Se habían largado.
El perro dio medio vuelta y, poco más arriba, encontró una mágica sorpresa. Un buen pedazo de carne cruda descansaba a los pies del limonero. Olía de vicio y por un momento olvidó el aroma de la hembra. ¡Qué extraño era todo...! Y él que aún no había desayunado. Se lanzó y atacó. Delicioso. Jugueteó primero con la grasa, luego con el magro y por último mordisqueó el hueso hasta no dejar ni una sola astilla.
Demasiado rápido todo. Siempre le pasaba al comer deprisa. La barriga le dolía y debía tumbarse y aguardar a que desapareciera el malestar. Pero esta vez parecía diferente. El dolor fue empeorando hasta hacerse insoportable. Entonces se hizo un ovillo junto al limonero y se durmió, sin saber que el veneno no le dejaría despertarse nunca más.

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