La vida de Monty tenía poco de estresante. Todo lo
emocionante que podía sucederle era la incursión de un maldito gato en su
terreno, o un doloroso picor de espalda que requería un rebozado de hierba, o
un pájaro que le robaba una pelota de pienso, o un extraño ruido al que había
que ladrar a través de la verja de alambre y matorrales.
Por lo demás se levantaba cuando le viniese en
gana, se desperezaba, daba los buenos días a los dueños moviéndoles el rabo y
ofreciéndoles la cabeza para ser acariciada, bebía agua, comía pienso, pedía
sobras de comida humana con carita de pena, cagaba, dormía la siesta,
deambulaba por la finca, cenaba y regresaba a la caseta a la espera de un nuevo
y glorioso día perruno.
Otro asunto eran las salidas nocturnas. Resulta
que un vecino, dos casas más arriba —un imbécil con muy mala baba que cada
viernes descendía la cuesta de la urbanización montado en su quad haciendo un
ruido atronador—, tenía una perrita en celo una vez al semestre, desprendiendo
un aroma más embriagador que la mayor de las barbacoas, penetrando el hocico de
Monty con un poder hipnótico que desataba la locura en el perro.
Los días en medio de aquella atmósfera se hacían
desesperantemente largos. Resultaba imposible excavar un agujero hasta el otro
lado de la valla y, por muy en forma que estuviese, era demasiada la altura que
había que salvar para estar fuera.
Por eso esperaba a la noche, cuando el motor del
todo terreno de sus dueños se escuchaba tras el portalón, para situarse en una
buena posición para, en cuanto éste se abriese unos centímetros, salir
escopetado cuesta arriba, ignorando los gritos que le reclamaban desde la
ventanilla del vehículo.
Unas horas más tarde se las arreglaba para, a
través de un árbol, saltar nuevamente a su finca y dormir plácidamente hasta el
amanecer.
Así fue como al poco de las excursiones y, con el
olor a hembra desaparecido del ambiente, escuchó más ladridos de lo normal
procedentes de la casa del vecino. Muerto de curiosidad, decidió salir una
noche más a comprobar qué sucedía. Desde la valla, sin atreverse a entrar, vio
cómo cuatro cachorros correteaban junto a su madre, la hembra que pocas semanas
atrás había despertado sus más bajos instintos.
Pero poco podía hacer como padre más que desear un
futuro feliz para sus cachorros, y así transcurrió el tiempo, mientras se
olvidaba del asunto, hasta que a los seis meses un nuevo olor a hembra le
hechizó enloquecidamente. Era un olor diferente al anterior pero igualmente
hipnótico.
Así que aguardó su oportunidad para salir tras
aquel rastro. El olor se hizo más intenso a medida que subía la cuesta.
Procedía, por supuesto, del interior de la casa del vecino. Dentro sólo estaban
la madre y un cachorro: la hembra de la que sin duda procedía el olor. ¿Cómo
saber a esas alturas que era su propia hija? No se lo pensó y entró. Se acercó
y olisqueó el trasero de aquella preciosidad. Un olor sublime. Todo marchaba
bien cuando una luz se encendió en la casa. Debía terminar pronto el acto y
largarse. La montó y empezó a culear. Iban sólo unos segundos y la puerta de la
casa se abrió. El tipo del quad salió profiriendo gritos y corriendo hacia él,
que rápidamente se quitó de encima, esquivó una patada y saltó la valla camino
de su casa con el rabo entre las piernas.
No le había dado tiempo a consumar. Una lástima. Pero
tendría más oportunidades y no desesperó.
Durmió plácidamente y el mismo olor mágico le
despertó. Era viernes y, por ende, el quad hizo su aparición en la cuesta de la
urbanización. ¡Qué ruido tan horrible! Sin embargo ese ruido significaba que la
perrita estaría sola. Se las arreglaría para saltar escaparse por el día y
hacerlo sin peligro, pensó.
Pero esta vez el quad se paró ante su propio
portalón. Contra tal escándalo Monty se coló entre los matorrales de la verja
para intentar ver algo, mientras ladraba desesperado. Apenas pudo ver aquel
chisme rugiendo sin nadie encima, hasta que por fin el tipo se subió a él de
nuevo y arrancó. Se habían largado.
El perro dio medio vuelta y, poco más arriba, encontró
una mágica sorpresa. Un buen pedazo de carne cruda descansaba a los pies del
limonero. Olía de vicio y por un momento olvidó el aroma de la hembra. ¡Qué
extraño era todo...! Y él que aún no había desayunado. Se lanzó y atacó.
Delicioso. Jugueteó primero con la grasa, luego con el magro y por último
mordisqueó el hueso hasta no dejar ni una sola astilla.
Demasiado rápido todo.
Siempre le pasaba al comer deprisa. La barriga le dolía y debía tumbarse y
aguardar a que desapareciera el malestar. Pero esta vez parecía diferente. El
dolor fue empeorando hasta hacerse insoportable. Entonces se hizo un ovillo
junto al limonero y se durmió, sin saber que el veneno no le dejaría
despertarse nunca más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario