9 nov 2014

Lo que pudo ser un trauma

Llevaba un tiempo detrás de Sandra. Sandra era una titi de las de verdad. Buena percha, notable alto, y la conversación justa para querer oír más y para no odiarla porque no hay manera de que se calle. Poco más puede pedir un soltero que ha llegado a la treintena.
Después de dos citas era un sábado de noche y estábamos en su piso provisional. Digo provisional porque nada me hacía pensar que Sandra iba a echar raíces allí. Tristemente tenía el instinto maternal bastante desarrollado y no había demasiada limpieza, muebles duraderos o una habitación vacía donde meter la cuna. Ni siquiera un jardincito en los alrededores. Era obvio que se largaría de allí en cuanto pescase un buen semental.
Sandra se había metido entre las sábanas, desnuda, y yo me apoyaba en el cabecero tratando de comprender qué había sucedido.
—No pasa nada —me repetía.
Después de unos besos con lengua y un discreto magreo habíamos entrado en su cuarto. La arrojé sobre la cama con cierta violencia y la desnudé. Yo me quedé en calzoncillos un rato, mientras le trabajaba un poco todo el cuerpo, y después de unos minutos desenjaulé por fin mi canario, caliente como estaba, y me lancé a la búsqueda de uno de los dos condones que había guardado en la cartera en previsión de una buena noche.
Saqué el plastiquito de su funda. Estaba de rodillas sobre la cama, con las piernas de Sandra a ambos lados de mi cuerpo y el paraíso al frente, y entonces me fijé en que el canario ¡no se me había levantado! Daba por hecho después del magreo y de bajar un rato al sur que aquello estaría firme como un soldado en la jura de bandera, pero resulta que no me pasaba de morcillona y no había manera de meter el condón. Lo intenté igualmente ante la mirada atónita de Sandra, que ya se había incorporado. Me lo coloqué en la punta y con la otra mano sujeté la parte central, y tiré hacia abajo como pude y al final conseguí enfundármelo hasta las tres cuartas partes de su envergadura, entendiendo que la envergadura en tal estado no era gran cosa.
Sandra no dijo nada e intenté entrar en ella de todas formas. Por sí sola no iba, así que volví a utilizar el truco de la mano de apoyo para lograr cierta rigidez y forzar la entrada. Pero no funcionó, la punta se doblaba e iba de un lado a otro.
Estuve así dos o tres minutos. Yo intentando taladrar y Sandra calladita. A saber lo que estaría pensando. Por fin abrió la boca y tomó las riendas.
—Déjame a mí —dijo.
Me la agarró e intentó lo mismo que yo. Incluso utilizó sus dedos para hacer la entrada más ancha, pero ni con esas. De hecho el canario se volvía jilguero por segundos, con arrugas antiestéticas en el condón ya seco.
—Tranquilo —dijo.
Me sobeteó el miembro y los huevos. Me gustaba. Me gustaba bastante, pero no se producía el efecto deseado. Había crecido un poco pero seguía pareciendo un cilindro de gelatina que se fuera a desmoronar en cualquier instante.
—Pues nada —se lamentó.
—Mierda.
—¿Suele pasarte?
—¡Es la primera vez! —me ofendí.
 Desistí y me quité el condón, abandonándolo sobre un pañuelo de papel en la mesilla. Me acaricié ahí abajo un poco más pero no valió de nada.
—Creo que tendremos que dejarlo —dije, derrotado.
—Se pueden hacer otras cosas.
—Sí. Ya.
Luego empezó su discurso de que posiblemente estaría nervioso, la cena me podría haber sentado mal, etcétera. Chorradas. Luego vino la ronda de «no pasa nada» y algún «otra vez será» y «habrá muchas otras ocasiones», pero Sandra no comprendía todo el significado de que a un hombre no se le levantase, así que me fui al baño y puse el pestillo.
Estuve allí dentro cinco o seis minutos, sentado en el retrete, mirándome en el espejo, lavándome la cara. Luego vi que había una ventanita y miré por ella. El piso era un primero y no había más de dos metros y medio sobre el suelo. Me subí al retrete, cogí un poco de impulso y me apoyé en la repisa exterior. Respiré profundamente, salté y antes de caer encogí las piernas de forma que el impacto quedó completamente amortiguado. Ni un rasguño.
Estaba en la calle, lejos de la disfunción eréctil. Lejos de aquella terrible humillación.
Cogí el móvil y le escribí a Sandra: «Mañana te llamo. Me gustas mucho».
Bien sabe Satanás que yo no tengo alma de perdedor, así que enfilé el centro y caminé a paso ligero. Era sábado de noche y todavía había abiertos muchos bares. Necesitaba beber, emborracharme un poco, hablarle a una desconocida y tirármela a muerte para evitar posibles traumas.
Ya después, por supuesto, volvería a Sandra e intentaría retomar nuestra bonita relación.

1 comentario:

  1. ¡Qué momento el del protagonista, por favor!
    Excelente redacción, Alex, y muy bien llevada adelanta la trama.
    Saludos.

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