Había personas
cazurras y después estaba Harry. Había viejos artríticos que cruzaban una
avenida lejos del paso de peatones, había quien se apuntaba al gimnasio los
eneros de todos los años, quien intentaba razonar con un policía local, y
después estaba Harry.
Estaba siendo una
bonita tarde de septiembre y, por supuesto, Harry le había dado al trinque. No
había día en que el bueno de Harry no se acostase con unos lingotazos encima, y
el hígado ya le había dado un par de sustos. Era todo un profesional de la
bebida.
Los temas de
conversación se habían acabado y él y sus compinches miraban la playa desde la
terraza situada arriba en el acantilado. Refrescaban el gaznate y miraban
veinteañeras broncearse y jugar al voleibol allí abajo. Poco más le podían
pedir a sus tristes vidas.
—¿Sabéis qué
estaría bien? —preguntó uno de los compinches.
Se esperaba Harry
algo así como «bajar y juntarnos a un grupito de tías», pero no. Dijo el
compinche:
—Bajar y darnos
un baño.
El comentario fue
ignorado. Les sonaba aquello poco menos que a gilipollez, pero el compinche les
retó:
—A que no hay
huevos.
Una voz apoyó la
moción:
—Por mí sí.
Y luego otra:
—Por mí igual.
Y así todos hasta
llegar a Harry:
—Por mí que no
sea.
Cinco minutos
después la manada estaba en bermudas pisando la arena mojada, despidiendo
alcohol por todos sus poros, riéndose a carcajada limpia y esperando a ver
quién realmente tenía huevos a dar el primer paso.
Fue, cómo no,
Harry. Arrancó en un sprint y chapoteando cuatro o cinco pasos dentro del agua
se zambulló sin tiempo a ser consciente de lo fría que estaba. Emergió
tiritando y, cuando miró de nuevo la arena, ya los demás se estaban metiendo
poco a poco hasta que unos se salpicaron a otros y todos terminaron con el agua
a la altura del escroto.
Pero Harry no se
unió a ellos. En lugar de eso, se giró de nuevo y miró el océano Atlántico en
el horizonte. Cogió aire, despegó los pies de la arena y empezó a nadar mar
adentro, braceando y moviendo los pies descoordinadamente, pero avanzando en
pocos segundos hasta donde no hacía pie. Alcanzó la línea de boyas que indicaba
el límite hasta donde los barquitos podían fondear, y empezó a escuchar algunas
voces de sus amigos.
—Tío, puedes
volver cuando quieras.
—Hey, que no eres
Michael Phelps.
—¡Eso no puede
ser bueno, colega!
Pero enseguida
las voces empezaban a ser lejanas e inaudibles.
Harry nadaba con
convicción. No tenía motivos para hacerlo pero, del mismo modo, no tenía
motivos para regresar junto a sus compinches o, simplemente, mantenerse quieto
en el punto en que se había zambullido. Así que sólo nadó y nadó hasta que
empezó a sentir cansancio, y hasta eso pasó un tiempo difícil de estimar.
Cuando se detuvo,
giró su cabeza trescientos sesenta grados para ver hasta dónde había llegado,
pero entonces le invadió una sensación extraña: una mezcla de naúseas, dolor de
barriga, vértigo y bajón de tensión, y sintió que se quedaba sin fuerzas
súbitamente y empezaba a hundirse.
Algo inexplicable
tiraba de él hacia abajo y el borracho de Harry braceó y pataleó, pero sus
brazos parecían no hacer fuerza al golpear la superficie del mar, como si se
hubiera convertido en un blando invertebrado, y los pies parecían atados a dos
bolas de presidiario.
Se hundía
irremediablemente.
La cabeza estaba
debajo del agua. Todavía veía la luz del sol pero le picaban los ojos. Los
cerró. Seguía perdiendo altura.
Pensó Harry que
todavía era joven para morir, que apenas se había follado una docena de tías,
que todavía no se había ido de putas, que todavía no había catado una mamá y
que se quedaría sin probar el sexo anal. Pero se quedaba sin aire y la
sensación empezaba a ser angustiosa.
Hizo un último
esfuerzo pero, paradójicamente, parecía que al tratar de ascender conseguía
todo lo contrario.
Y el aire de los
pulmones se agotaba.
Harry abrió los
ojos. Veía el fondo un poco más abajo y lo rozó con los pies. La superficie
estaba muy lejos.
La reserva de
aire se terminó. Tenía que respirar y lo hizo. El agua entró en sus fosas
nasales y sintió encharcarse todo su organismo. Era un asqueroso pez que
trataba de respirar sin branquias. ¡Qué muerte tan patética!
Entonces el bueno
de Harry, con todas sus oquedades saturadas, se sintió de repente muy lúcido y
miró la parte positiva del asunto. Caminó sobre el fondo marino buscando la
parte todavía más profunda del océano:
—Ya que estamos
aquí —pensó—, me follaré a la Sirenita, ¿por qué no? Encontraré a la Sirenita y
me la follaré. Cuando los demás la palmen tendré una buena historia que
contarles. Capullos. Me la follaré a base de bien. Le daré por culo. Claro que
tendrá el agujerito en mitad de la cola. Me pregunto cómo será metérsela. Je,
je, je. Ella sabrá. Las mujeres tienen trucos para todo.
Absorto en sus
bonitos pensamientos, Harry siguió caminando sobre el fondo marino hasta que la
oscuridad a su alrededor fue total.
Jajajajaja... me encantó este personaje, Harry, que mientras la está palmando se preocupa por dónde se va a follar a la Sirenita.
ResponderEliminarEs un relato irónico, con una pincelada de ternura, que la pone el loco de Harry.
Un abrazo, Alex.
Sacarle partido a una situación en la que se ha metido sin saber porque, bueno por tozudez quizás.Me encanta. el final.
ResponderEliminarUn saludo.