La cosa llevaba un
tiempo bastante jodida. Natalia había dejado de mostrar interés por mí y yo, en
cierto sentido, había dejado de mostrar interés por ella. Sólo por las noches,
con el roce de su culo prieto bajo las sábanas, renacía el recuerdo de lo que
había sido una bonita relación que se esfumaba otra vez en tres o, como mucho,
cuatro minutos de cabalgadas.
—Ya sólo me
quieres para esto —me decía después—. Me utilizas.
Puede que tuviera
razón, que la utilizase cuando me entraba el calentón, pero la cosa se había
estabilizado así.
—Quizá a esto sea
lo que le llaman relación madura —le
decía.
—Y una mierda
—contestaba.
Existía una
especie de pacto implícito entre nosotros. Compartíamos techo y gastos, nos
soportábamos sin hablarnos demasiado y follábamos a menudo, pero no queríamos
saber nada de la vida del otro.
—Esto es muy
triste —la escuchaba decir por teléfono a veces.
Así que al margen
de nuestro pacto, cada uno hacía su vida al otro lado de las cuatro paredes.
Por mi parte no había demasiadas emociones. Odiaba a mi jefe, a mis compañeros
de trabajo, un poco a mis amigos de las cervezas, a mis rivales de las partidas
de póquer, a Messi, a Cristiano Ronaldo, a Mariano Rajoy, a Pablo Iglesias, al
Rey, al Pequeño Nicolás y puede que al resto del mundo.
A Carla no la
odiaba. La había conocido de pasada dos o tres años antes. Paseaba a su perro
en el mismo parque en que yo paseaba el perro de Natalia antes de que lo
atropellara un camión de la basura. Luego me la encontraba de vez en cuando y
hablábamos un ratito; aunque fuese de la mano de su marido, un maromo de metro
noventa con pinta de satisfacerla en todos los sentidos.
—Seguro que te
gusta esa zorra —me decía Natalia.
—Para nada —le
contestaba.
—Ya, claro.
—De verdad que no.
Pero la verdad era
que sí, que me había enamorado de Carla, sólo que el miedo al maromo de metro
noventa y a perder el culo prieto de Natalia me obligaron a mantenerme
quietecito.
Fue una noche de
otoño cuando Natalia me lo dijo. Gilipollas no soy, y los condones desaparecían
de la caja a un ritmo mayor del uso que yo les daba, y el teléfono de Natalia
no paraba de vibrar por las noches, así que algo me olía. Aún así busqué su
culo prieto bajo las sábanas pero ella se apartó. Lloraba. Ni siquiera intenté
consolarla. Dejé que se calmara un poco y le pregunté:
—¿Quién es él?
—No le conoces.
Las luces estaban
apagadas y sólo veía la silueta de Natalia bajo las líneas de la persiana.
—¿Quién es?
—¿Qué más te da?
Quería saberlo.
Por algún motivo, quería saber quién hurgaba en aquel trasero además de mí.
—¿Tanto te
interesa? —me dijo.
Entonces me lo
contó. Efectivamente, no le conocía de nada. Un amigo soltero de una compañera
de gimnasio que a su vez bla bla bla...
—Está bien —le
dije—. Buenas noches.
Natalia siguió
llorando y yo no tardé demasiado en quedarme dormido.
Las noches
siguientes fueron parecidas. Ella lloraba y rechazaba ofrecerme su culo, así
que empecé a sentirme mal por todo aquello. Me levantaba, veía un rato la tele
en el salón y después volvía a la cama cuando ella ya se había dormido.
Pocos días más
tarde, cuando bajé la basura, me tropecé con el maromo de Carla, el satisfactor, con aquel perro
insignificante oliendo las pises de otros perros.
—Qué hay —me dijo.
Después de dos o
tres frases absurdas le comenté que hacía días que no veía a su mujer.
—Y menos que la
verás —me dijo—. Hemos roto.
Quise saber por
qué y me contestó:
—Se lio con un viejo
amigo y se largó con él.
Le di dos
palmaditas en el hombro y le dije que lo sentía y que parecía una buena chica.
Luego subí al piso, cené con Natalia y se repitió parte de la escena de las
otras veces. Nos metimos en la cama y ya casi no lloraba, pero siguió sin
ofrecerme su culo prieto, ese culo que ahora disfrutaba otro.
Yo tampoco insistí
pero, desde entonces, empecé a sentirme triste de verdad.
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