4 dic 2014

Un culo prieto, una vida paralela y un perro que huele pises

La cosa llevaba un tiempo bastante jodida. Natalia había dejado de mostrar interés por mí y yo, en cierto sentido, había dejado de mostrar interés por ella. Sólo por las noches, con el roce de su culo prieto bajo las sábanas, renacía el recuerdo de lo que había sido una bonita relación que se esfumaba otra vez en tres o, como mucho, cuatro minutos de cabalgadas.
—Ya sólo me quieres para esto —me decía después—. Me utilizas.
Puede que tuviera razón, que la utilizase cuando me entraba el calentón, pero la cosa se había estabilizado así.
—Quizá a esto sea lo que le llaman relación madura —le decía.
—Y una mierda —contestaba.
Existía una especie de pacto implícito entre nosotros. Compartíamos techo y gastos, nos soportábamos sin hablarnos demasiado y follábamos a menudo, pero no queríamos saber nada de la vida del otro.
—Esto es muy triste —la escuchaba decir por teléfono a veces.
Así que al margen de nuestro pacto, cada uno hacía su vida al otro lado de las cuatro paredes. Por mi parte no había demasiadas emociones. Odiaba a mi jefe, a mis compañeros de trabajo, un poco a mis amigos de las cervezas, a mis rivales de las partidas de póquer, a Messi, a Cristiano Ronaldo, a Mariano Rajoy, a Pablo Iglesias, al Rey, al Pequeño Nicolás y puede que al resto del mundo.
A Carla no la odiaba. La había conocido de pasada dos o tres años antes. Paseaba a su perro en el mismo parque en que yo paseaba el perro de Natalia antes de que lo atropellara un camión de la basura. Luego me la encontraba de vez en cuando y hablábamos un ratito; aunque fuese de la mano de su marido, un maromo de metro noventa con pinta de satisfacerla en todos los sentidos.
—Seguro que te gusta esa zorra —me decía Natalia.
—Para nada —le contestaba.
—Ya, claro.
—De verdad que no.
Pero la verdad era que sí, que me había enamorado de Carla, sólo que el miedo al maromo de metro noventa y a perder el culo prieto de Natalia me obligaron a mantenerme quietecito.
Fue una noche de otoño cuando Natalia me lo dijo. Gilipollas no soy, y los condones desaparecían de la caja a un ritmo mayor del uso que yo les daba, y el teléfono de Natalia no paraba de vibrar por las noches, así que algo me olía. Aún así busqué su culo prieto bajo las sábanas pero ella se apartó. Lloraba. Ni siquiera intenté consolarla. Dejé que se calmara un poco y le pregunté:
—¿Quién es él?
—No le conoces.
Las luces estaban apagadas y sólo veía la silueta de Natalia bajo las líneas de la persiana.
—¿Quién es?
—¿Qué más te da?
Quería saberlo. Por algún motivo, quería saber quién hurgaba en aquel trasero además de mí.
—¿Tanto te interesa? —me dijo.
Entonces me lo contó. Efectivamente, no le conocía de nada. Un amigo soltero de una compañera de gimnasio que a su vez bla bla bla...
—Está bien —le dije—. Buenas noches.
Natalia siguió llorando y yo no tardé demasiado en quedarme dormido.
Las noches siguientes fueron parecidas. Ella lloraba y rechazaba ofrecerme su culo, así que empecé a sentirme mal por todo aquello. Me levantaba, veía un rato la tele en el salón y después volvía a la cama cuando ella ya se había dormido.
Pocos días más tarde, cuando bajé la basura, me tropecé con el maromo de Carla, el satisfactor, con aquel perro insignificante oliendo las pises de otros perros.
—Qué hay —me dijo.
Después de dos o tres frases absurdas le comenté que hacía días que no veía a su mujer.
—Y menos que la verás —me dijo—. Hemos roto.
Quise saber por qué y me contestó:
—Se lio con un viejo amigo y se largó con él.
Le di dos palmaditas en el hombro y le dije que lo sentía y que parecía una buena chica. Luego subí al piso, cené con Natalia y se repitió parte de la escena de las otras veces. Nos metimos en la cama y ya casi no lloraba, pero siguió sin ofrecerme su culo prieto, ese culo que ahora disfrutaba otro.
Yo tampoco insistí pero, desde entonces, empecé a sentirme triste de verdad.

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