18 ene 2015

Aquí huele a muerto

Eduardo encajó su utilitario en el garaje y pulsó el botón del ascensor. Mientras esperaba pensó dos cosas: una, que el maletín que sujetaba pesaba de cojones y dos, que estaba completamente sobrio.
No sabía muy bien por qué pensó que estaba sobrio, cuando ya no recordaba su última gran cogorza, pero fue un pensamiento inequívoco: estaba completamente sobrio.
Cuando entró en casa el panorama no le animó demasiado. Nadie, ni el perro, vino a recibirle. Fue él quien se acercó a María Jesús en la cocina, sólo a saludar, sólo a preguntar qué tal todo, pero era obvio que María Jesús no estaba para muchas bromas. ¿Qué esperar de una madre todavía joven, en paro y sin mayor entretenimiento que cocinar dos comidas al día y las series y los programas de corazón de la tele que tanto odiaba? Parecía un milagro que todavía no hubiese saltado desde la ventana del séptimo.
Rubén tenía los cascos puestos y un extraño videojuego en la pantalla del ordenador de unos tíos que estaban como en guerra en medio de una ciudad. Eduardo ni siquiera hizo ruido. Molestar a Rubén sólo le pondría de más mala hostia. Pero era adolescente y se suponía que había que perdonárselo y tragar en lugar de darle dos tortazos que era lo que se merecía.
Después de una cena tranquila los tres estaban en el salón, dejando que unos estúpidos personajes de la televisión hiciesen por ellos el sucio trabajo de mantener una larga y animada conversación. Pronto Rubén empezó a teclear el móvil y ensimismarse en él, y María Jesús se sacó del bolsillo un libro electrónico que desprendía una tenue luz  blanca.
Pasó así un intervalo de tiempo indeterminado, despreciable, hasta que Rubén apagó el móvil, o muy probablemente se le quedó sin batería, y se levantó y dio unos pasos hacia la puerta.
—¿Ya te vas? —preguntó Eduardo.
—Sí.
—¿Por qué? Aún es pronto.
Rubén soltó una sonrisa irónica y, sin detenerse ni mirar a sus padres mientras hablaba, dijo antes de desaparecer:
—Aquí huele a muerto.
Ni Eduardo ni María Jesús dijeron nada. En realidad la escena sólo había sido un paréntesis que no alteró ni su pulso ni su tensión ni sus actos.
Esperó Eduardo a que hubiera un corte para la publicidad para levantarse y decir que se iba a dormir. María Jesús contestó que todavía no tenía sueño y se leería unas cuantas páginas más. Para cuando ella se metió en la cama, su marido ya estaba dormido. Cómo lo conseguía era algo difícil de explicar.
Cuando se levantó la mañana siguiente, una extraña sensación invadía el cuerpo de Eduardo. Un estado nervioso sin motivo aparente y las ganas de hacer algo sin saber realmente qué.
Bajó en el ascensor, desencajó el coche de su sitio, salió a la luz del día y entonces recordó las últimas palabras de su hijo:
—Aquí huele a muerto.
Después de repetírselo a sí mismo unas pocas veces, aquel padre de familia concluyó que el chaval ¡tenía razón! Rubén estaba en lo cierto y no sólo en el aspecto psicológico de su reflexión. ¡Era como si la muerte verdadera rodeara con una nube pestilente el cuerpo de Eduardo y el olor fuera físico, real! Asqueroso.
Se dejó llevar unas cuantas horas en el trabajo pero antes de la hora de comer dijo basta.
Pidió la cuenta, se despidió de sus compañeros con pocas palabras y apareció en casa cinco o seis horas antes de lo habitual.
Por supuesto, nadie fue a recibirle, ni siquiera el perro, y nadie le preguntó qué había sucedido, pero Eduardo estuvo un rato revolviendo en las habitaciones, abriendo y cerrando puertas y cajones y cremalleras. María Jesús y Rubén lo ignoraron hasta que apareció ante ellos con tres maletas hechas, una vieja camiseta y pantalones deportivos.
—¿Qué haces? —preguntó la mujer.
—Nos vamos.
—¿Cómo que nos vamos? —preguntó ella otra vez.
—¿A dónde? —Rubén pasó de su móvil por un instante.
—A la casa de la playa.
—Pero...
—¡AHORA!
El grito de Eduardo fue demoledor y los demás simplemente obedecieron.
Tenían una casita muy lejos de allí. Una casita con campo para el perro y una playa a cien metros donde no había contaminación. El fruto de años de ahorro y la supuesta culminación a una vida de esfuerzos que finalmente se había quedado en dos o tres semanas al año de insuficiente desconexión.
Cuando los tres estuvieron en el coche y el motor arrancó, Eduardo puso la radio y, mientras metía primera y soltaba el embrague, dijo:
—Allí no huele a muerto.

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