13 ene 2015

Cosas de última hora

Era viernes, última hora, y quedaba bien poco para esfumarme y ser libre durante dos días.
La mayoría de compañeros se había largado y sólo tenía que mirar páginas de internet unos minutos más para recuperar los minutos que me había retrasado por la mañana y poder fichar tranquilamente.
Me tiré un pedo y me levanté, camino del baño, a vaciar los instentinos. Pasé junto a la fotocopiadora y le di un golpecito en el lateral. Estaba ante la primera puerta del baño, la que daba al lavabo, antes de una segunda puerta, la del retrete. La primera puerta estaba arrimada y había luz dentro: algo típico. Empujé con naturalidad y con igual naturalidad entré, dando un solo paso en el interior antes de detenerme de golpe y contemplar el panorama.
Había una mujer dentro, lavándose las manos en el lavabo, igualmente sorprendida por mi irrupción. Yo no contaba con nadie a aquellas horas allí y menos con una tía.
Me miró a través del espejo. Era Graciela, la de contabilidad, y en cuanto dije algo parecido un «huy» o un «perdón», habló sin dejarme tiempo a dar un paso atrás y esperar fuera mi turno:
—Espera que ya termino.
—Espero fuera —le dije.
—De verdad —insistió—. Son sólo unos segundos.
Me quedé dentro. Graciela me sonrió a través del espejo y siguió a lo suyo. El grifo se cerró y cogió un papel de la pared y empezó a secarse. Tenía quince o veinte años más que yo. Bajita pero bien hecha. Unas piernas nada malas, cintura de avispa y cara de mil y una batallas.
Así que allí estaba Graciela, secándose las manos entre los dedos con el papel de la pared, de espaldas a mí, con el culo a la altura del lavabo y apuntándome directamente con aquellos vaqueros azules un poco más subidos de la cadera; y allí estaba yo, a la espera a medio metro de ella para vaciar mi recto en cuanto me encontrara solo.
Graciela hizo una bola con el papel que había utilizado y lo tiró a una papelera. Se retocó los rizos que le colgaban de la frente acercándose un poco más del espejo y se giró. Me sonrió, esta vez mirándome directamente, y dijo:
—Es que este baño está mucho más cerca de mi despacho que el otro —el de mujeres, y era cierto—, y a veces vengo por pereza.
—Claro. Normal —dije.
—Todo tuyo.
Pasó a mi lado sin ni siquiera rozarme y salió del baño.
Cerré la puerta, abrí la del retrete, la cerré también, me bajé los pantalones y me senté en la taza. Olisqueé profundamente a ver si todavía podía captar algo de la esencia de Graciela. Luego hice lo que había ido a hacer, me limpié, tiré de la cadena, me levanté, me subí los pantalones, salí del baño y allí dentro sólo quedó un profundo olor a mierda.

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