Era viernes, última
hora, y quedaba bien poco para esfumarme y ser libre durante dos días.
La mayoría de
compañeros se había largado y sólo tenía que mirar páginas de internet unos
minutos más para recuperar los minutos que me había retrasado por la mañana y
poder fichar tranquilamente.
Me tiré un
pedo y me levanté, camino del baño, a vaciar los instentinos. Pasé junto a la
fotocopiadora y le di un golpecito en el lateral. Estaba ante la primera puerta
del baño, la que daba al lavabo, antes de una segunda puerta, la del retrete.
La primera puerta estaba arrimada y había luz dentro: algo típico. Empujé con
naturalidad y con igual naturalidad entré, dando un solo paso en el interior
antes de detenerme de golpe y contemplar el panorama.
Había una
mujer dentro, lavándose las manos en el lavabo, igualmente sorprendida por mi
irrupción. Yo no contaba con nadie a aquellas horas allí y menos con una tía.
Me miró a
través del espejo. Era Graciela, la de contabilidad, y en cuanto dije algo
parecido un «huy» o un «perdón», habló sin dejarme tiempo a dar un paso atrás y
esperar fuera mi turno:
—Espera que ya
termino.
—Espero fuera
—le dije.
—De verdad
—insistió—. Son sólo unos segundos.
Me quedé
dentro. Graciela me sonrió a través del espejo y siguió a lo suyo. El grifo se
cerró y cogió un papel de la pared y empezó a secarse. Tenía quince o veinte
años más que yo. Bajita pero bien hecha. Unas piernas nada malas, cintura de
avispa y cara de mil y una batallas.
Así que allí
estaba Graciela, secándose las manos entre los dedos con el papel de la pared,
de espaldas a mí, con el culo a la altura del lavabo y apuntándome directamente
con aquellos vaqueros azules un poco más subidos de la cadera; y allí estaba
yo, a la espera a medio metro de ella para vaciar mi recto en cuanto me
encontrara solo.
Graciela hizo
una bola con el papel que había utilizado y lo tiró a una papelera. Se retocó
los rizos que le colgaban de la frente acercándose un poco más del espejo y se
giró. Me sonrió, esta vez mirándome directamente, y dijo:
—Es que este
baño está mucho más cerca de mi despacho que el otro —el de mujeres, y era
cierto—, y a veces vengo por pereza.
—Claro. Normal
—dije.
—Todo tuyo.
Pasó a mi lado
sin ni siquiera rozarme y salió del baño.
Cerré la
puerta, abrí la del retrete, la cerré también, me bajé los pantalones y me
senté en la taza. Olisqueé profundamente a ver si todavía podía captar algo de
la esencia de Graciela. Luego hice lo que había ido a hacer, me limpié, tiré de
la cadena, me levanté, me subí los pantalones, salí del baño y allí dentro sólo
quedó un profundo olor a mierda.
Jajajajaja... realmente no sé qué decirte, Alex.
ResponderEliminar:-))
Besos.