No me jodas que el
verano no es una puta maravilla. Bien saben Dios y su compadre Satanás que lo
paso mal con el calor, pero hay cosas que lo compensan.
Era una jodida
mañana soleada. Veintitrés o veinticuatro grados. La cosa prometía llegar a los
treinta y, aunque no os parezca demasiado, venid a La Coruña a descubrir lo que
son treinta grados en una ciudad como esta.
A lo que iba. Era
una jodida mañana de verano y estaba en el supermercado. Caminaba hacia una de
las cintas para pagar comprobando en el carrito que lo llevaba todo. Recuerdo
un saco de naranjas, una caja de leche, la bolsa del fiambre, dos o tres
tabletas de chocolate, seda dental, desodorante AXE, choco-crispies y dos o
tres tonterías más.
Me pegué a la fila
que parecía más corta pero vi que la cosa no avanzaba. Además no tenía ganas de
escuchar conversaciones ajenas ni de oler presumibles flatulencias de mis
predecesores, y entonces vi que allí al lado había una de esos puestos de
auto-pago, con dos pantallitas y un chisme para leer los códigos de barras. No
parecía que pudiera ser muy complicado así que me dije: «Álex: con dos
cojones», y allí fui.
Empecé. Se trataba
de darle a la pantallita al botón que ponía «comenzar» y, efectivamente,
comenzar. Pasé un código de barras por el lector. ¡Funcionaba! En la pantallita
aparecía exactamente la descripción del producto y el importe. Luego el
siguiente producto se unía al primero y se iba formando una lista con la suma
total debajo del todo. La humanidad avanzaba a pasos agigantados.
Entonces ocurrió.
Me di cuenta de que alguien me miraba. Me giré y allí estaba: una chica de
metro setenta escasos, una cesta roja con poquitos productos dentro, dos
piernas largas, morenas y desnudas hasta las ingles, camiseta azul de hacer
deporte y tres o cuatro pelos que se le habían escapado de la coleta y se le
pegaban a la cara por el sudor. «Una diosa», pensé. Y esa diosa no dejaba de
mirarme. Yo me empecé a poner nervioso. Me temblaban las manos y ya no conseguía
que el escáner leyera los códigos de barras hasta pasados dos o tres segundos.
Allí seguía ella, mirándome sin disimulo alguno. Podría haberme cagado en los
pantalones en ese mismo instante.
A la tercera vez
que nos miramos supe que tenía que hablar y lo hice:
—Termino en un
segundo.
Triste frase,
pensé. Pero no se me había ocurrido otra cosa.
—No es eso —dijo.
Evidentemente ese
no podía ser el motivo. Había un puesto vacío al lado del mío que parecía
funcionar exactamente igual. Volvió a hablar:
—Es sólo que nunca
pagué por estos chismes y quiero saber cómo va.
Su voz era suave,
tranquila y sin trabas, yo diría que de buena folladora. Me gustaba.
—También es mi
primera vez —dije, y creo que sonreí.
—No parece muy
difícil —dijo ella.
—De momento no,
aunque no cantemos victoria. Espera a que tenga que meter los billetes.
Pasé las últimas
cosas del carro. Un botón ponía «terminar y pagar».
—Debe de ser aquí
—le dije a la chica, señalándole el botón. Ella se acercó a pocos centímetros.
Me rozó con su cesta roja.
Pulsé el botón.
—Ahora, «pagar en
efectivo» —dije.
—Sí —dijo ella.
Un mensaje en la
pantalla me ponía que introdujera el importe. Le metí los billetes a la
maquinita. Un billete de veinte y otro de diez. Unas cuantas monedas salieron
por otro agujero y en la pantalla se leía: «no olvide retirar su compra».
—Ya está —dije.
—Sí —dijo ella—.
Ahora me toca a mí.
—Pues mucha
suerte.
Ella se rió. En
realidad no era para tanto. Es decir, ni era especialmente guapa, ni sus curvas
demasiado pronunciadas; y se le veían unas cuantas venas en las pantorrillas,
pero por algún motivo me atraía como ninguna tía me había atraído en años. ¿Era
eso estar enamorado?
—Hasta luego —le
dije.
—Adiós. Y gracias
—dijo.
Se quedó allí,
pasando sus productos por el lector, en apariencia sin problema alguno, y yo
empujé mi carro hasta el parking.
Luego me quedé
pensando que allí no podía ir a comprar gente de muy lejos y que era
relativamente probable que me acabara encontrando a aquella chica tarde o
temprano, así que me preparé para una larga temporada de sufrimiento hasta
volver a verla.
Una temporada en
la que pude decir y digo que estoy jodidamente enamorado.
Y ahora vuelvo a
mi razonamiento del principio. Esto sólo podía pasar en verano. Si fuera
invierno y aquellas piernas estuvieran tapadas y no llevara los brazos al aire
y aquellos pelos se mantuvieran quietos en la coleta nada de esto hubiera
sucedido. Puto Dios y puto Satanás.
El verano tiene unas alegrías que el invierno envidia.
ResponderEliminarUn saludo.