24 ene 2015

Quiero saber cómo va

No me jodas que el verano no es una puta maravilla. Bien saben Dios y su compadre Satanás que lo paso mal con el calor, pero hay cosas que lo compensan.
Era una jodida mañana soleada. Veintitrés o veinticuatro grados. La cosa prometía llegar a los treinta y, aunque no os parezca demasiado, venid a La Coruña a descubrir lo que son treinta grados en una ciudad como esta.
A lo que iba. Era una jodida mañana de verano y estaba en el supermercado. Caminaba hacia una de las cintas para pagar comprobando en el carrito que lo llevaba todo. Recuerdo un saco de naranjas, una caja de leche, la bolsa del fiambre, dos o tres tabletas de chocolate, seda dental, desodorante AXE, choco-crispies y dos o tres tonterías más.
Me pegué a la fila que parecía más corta pero vi que la cosa no avanzaba. Además no tenía ganas de escuchar conversaciones ajenas ni de oler presumibles flatulencias de mis predecesores, y entonces vi que allí al lado había una de esos puestos de auto-pago, con dos pantallitas y un chisme para leer los códigos de barras. No parecía que pudiera ser muy complicado así que me dije: «Álex: con dos cojones», y allí fui.
Empecé. Se trataba de darle a la pantallita al botón que ponía «comenzar» y, efectivamente, comenzar. Pasé un código de barras por el lector. ¡Funcionaba! En la pantallita aparecía exactamente la descripción del producto y el importe. Luego el siguiente producto se unía al primero y se iba formando una lista con la suma total debajo del todo. La humanidad avanzaba a pasos agigantados.
Entonces ocurrió. Me di cuenta de que alguien me miraba. Me giré y allí estaba: una chica de metro setenta escasos, una cesta roja con poquitos productos dentro, dos piernas largas, morenas y desnudas hasta las ingles, camiseta azul de hacer deporte y tres o cuatro pelos que se le habían escapado de la coleta y se le pegaban a la cara por el sudor. «Una diosa», pensé. Y esa diosa no dejaba de mirarme. Yo me empecé a poner nervioso. Me temblaban las manos y ya no conseguía que el escáner leyera los códigos de barras hasta pasados dos o tres segundos. Allí seguía ella, mirándome sin disimulo alguno. Podría haberme cagado en los pantalones en ese mismo instante.
A la tercera vez que nos miramos supe que tenía que hablar y lo hice:
—Termino en un segundo.
Triste frase, pensé. Pero no se me había ocurrido otra cosa.
—No es eso —dijo.
Evidentemente ese no podía ser el motivo. Había un puesto vacío al lado del mío que parecía funcionar exactamente igual. Volvió a hablar:
—Es sólo que nunca pagué por estos chismes y quiero saber cómo va.
Su voz era suave, tranquila y sin trabas, yo diría que de buena folladora. Me gustaba.
—También es mi primera vez —dije, y creo que sonreí.
—No parece muy difícil —dijo ella.
—De momento no, aunque no cantemos victoria. Espera a que tenga que meter los billetes.
Pasé las últimas cosas del carro. Un botón ponía «terminar y pagar».
—Debe de ser aquí —le dije a la chica, señalándole el botón. Ella se acercó a pocos centímetros. Me rozó con su cesta roja.
Pulsé el botón.
—Ahora, «pagar en efectivo» —dije.
—Sí —dijo ella.
Un mensaje en la pantalla me ponía que introdujera el importe. Le metí los billetes a la maquinita. Un billete de veinte y otro de diez. Unas cuantas monedas salieron por otro agujero y en la pantalla se leía: «no olvide retirar su compra».
—Ya está —dije.
—Sí —dijo ella—. Ahora me toca a mí.
—Pues mucha suerte.
Ella se rió. En realidad no era para tanto. Es decir, ni era especialmente guapa, ni sus curvas demasiado pronunciadas; y se le veían unas cuantas venas en las pantorrillas, pero por algún motivo me atraía como ninguna tía me había atraído en años. ¿Era eso estar enamorado?
—Hasta luego —le dije.
—Adiós. Y gracias —dijo.
Se quedó allí, pasando sus productos por el lector, en apariencia sin problema alguno, y yo empujé mi carro hasta el parking.
Luego me quedé pensando que allí no podía ir a comprar gente de muy lejos y que era relativamente probable que me acabara encontrando a aquella chica tarde o temprano, así que me preparé para una larga temporada de sufrimiento hasta volver a verla.
Una temporada en la que pude decir y digo que estoy jodidamente enamorado.
Y ahora vuelvo a mi razonamiento del principio. Esto sólo podía pasar en verano. Si fuera invierno y aquellas piernas estuvieran tapadas y no llevara los brazos al aire y aquellos pelos se mantuvieran quietos en la coleta nada de esto hubiera sucedido. Puto Dios y puto Satanás.

1 comentario:

  1. El verano tiene unas alegrías que el invierno envidia.
    Un saludo.

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