Se repetía
la historia con inquietante frecuencia. Raquel, la vecina de abajo, aparecía en
la placita con un tío. Era de noche y solían estar borrachos. Entraban en el
portal, subían las escaleras, abrían la puerta, entraban y, al cabo de pocos
minutos, se escuchaban los muelles rechinantes del colchón de Raquel y el
cabecero golpeando con violencia la pared. Mientras duraba el asunto había toda
una variedad de gemidos femeninos. Era un polvo animal, salvaje, bárbaro, de
los de antes, y os juro que a mí se me ponía dura de escuchar lo que pasaba unos
centímetros más abajo de mi suelo. Ella gritaba y gritaba, y a veces se
escuchaban frases cortas como sí o sigue o joder y entonces aumentaba la fuerza del golpeo del cabecero contra
la pared. Yo bajaba el volumen de la radio.
La mañana
siguiente era otra historia. Con suerte volvía a haber gemidos y golpes de
cabecero y sucias frases cortas de una o dos palabras, pero poco después el
sexo desaparecía y aparecían los ruidos de discusiones, de objetos volando, de
llantos, de puertas que se abrían y se cerraban y de insultos. Había un gran
portazo y pasos apurados escaleras abajo. Yo fumaba con la cabeza y el pecho por
fuera de la ventana, sólo con mis calzoncillos de la suerte puestos –en
realidad todos mis calzoncillos eran mis calzoncillos de la suerte–, y veía al
pobre diablo alejarse por la plaza como el preso que logra escapar de la silla
eléctrica.
–¡Sois
todos iguales! ¿Me oyes?
Raquel
gritaba desde se ventana. Estaba realmente cabreada.
–¡Todos sois
iguales! ¡TODOS!
Entonces el
tipo se volvía, cuando estaba a suficiente distancia como para no ser alcanzado
por un objeto arrojado, y escuchaba cómo ella le decía algo más:
–¡Que no
tenga que volver a cruzarme contigo, hijo de puta!
El tío me
echaba a mí una rápida mirada y luego desaparecía.
Raquel
permanecía allí. No me había visto. Desde arriba se le adivinaba un poco el
escote. Después de calmaba un poco y empezaba a llorar y se metía dentro.
Poco rato
después calculaba que ya se le había pasado la frustración y el cabreo y sólo
le quedaba la tristeza. Me arreglaba un poco, me echaba colonia y descendía un
piso por las escaleras. Me preguntaba cómo iría vestida.
Tardaba
siempre uno o dos minutos en abrirme después de que sonara el timbre.
–¿Tú otra vez?
–me decía.
Llevaba
puestas una de sus camisas de cuadros. Cuadros azules, verdes, rojos y
violetas. Siempre cuadros. Y en el medio una o las dos tetas a punto de
salírsele. Era algo mágico. Estaba enamorado de Raquel.
–Sí –le
contestaba–. No he podido evitar oír que discutías y… bueno, quería saber si
estabas bien.
–Ya.
Tenía
grandes ojeras, como si se hubiera pasado la noche entera llorando y no
jodiendo como una bestia.
–Como no es
la primera vez –seguía yo–, quería que supieras que si estás pasando un mal
trago o necesitas cualquier cosa aquí está tu vecino de arriba.
–Escucha –me
decía–. Es la tercera o cuarta vez que vienes. No sé quién te has creído para
meterte en mi vida ni cuáles son tus intenciones pero te aseguro una cosa:
nunca, nunca, nunca, y te juro que cuando te digo nunca es nunca, vas a
conseguir que folle contigo. ¿Me has entendido? ¡NUNCA!
Las tetas
estaban aún más cerca de escapársele cuando se alteraba y yo envidiaba al hijo
de puta al que acababa de echar a gritos de su casa después de joderla a gusto
una o dos veces.
–Y ahora
largo –decía Raquel–, o terminaré llamando a la policía.
Cerraba la
puerta y oía sus pies adentrándose en alguna de las habitaciones. Yo subía de
nuevo las escaleras y volvía a mi triste vida: cigarrillos, un poco de cerveza,
trabajos esporádicos, imbéciles que se me colaban en la cola del supermercado,
viejos que no sabían conducir, Mariano Rajoy, todo eso.
Una de las
veces decidí cambiar de estrategia. El tío había salido corriendo y ni siquiera
tuvo que escuchar los insultos de Raquel desde la ventana. El tío debía de ser
corredor profesional o algo así. Eran las diez y cuarto de la mañana.
Cuando bajé
y timbré, en lugar de abrirme uno o dos minutos después, esta vez Raquel
preguntó desde el otro lado de la puerta:
–Ya te dije
que me olvidaras –dijo.
–Te traigo
algo –contesté.
Supuse que
estaba mirando por la mirilla y le enseñé una botella de vino. Era un vino
barato, de seis o siete euros, pero la marca era desconocida y la etiqueta
aparentaba cierto glamur. Supuse que estaría bien. Raquel abrió la puerta.
–Para ti –le
dije–. Dicen que las penas con vino se pasan mejor.
Su camisa
era blanca con cuadros azules, menos escotada que las otras veces. La vi
sonreír por primera vez.
–Lo tuyo es
la insistencia –me dijo.
Cogió la
botella, leyó algo en la etiqueta y volvió a sonreír.
–Pasa, anda
–me dijo.
Estaba
dentro. Parecía un piso normal. Puertas y paredes y rodapiés como en el mío. Me
dijo que me sentase. Estábamos en el salón. Se fue a por dos vasos y un sacacorchos.
Bebimos, charlamos un rato y, poco después, me la follé.
Me ha hecho sonreír. Gracias!!!
ResponderEliminarBesos desde el aire