8 ene 2015

La vecina de abajo

Se repetía la historia con inquietante frecuencia. Raquel, la vecina de abajo, aparecía en la placita con un tío. Era de noche y solían estar borrachos. Entraban en el portal, subían las escaleras, abrían la puerta, entraban y, al cabo de pocos minutos, se escuchaban los muelles rechinantes del colchón de Raquel y el cabecero golpeando con violencia la pared. Mientras duraba el asunto había toda una variedad de gemidos femeninos. Era un polvo animal, salvaje, bárbaro, de los de antes, y os juro que a mí se me ponía dura de escuchar lo que pasaba unos centímetros más abajo de mi suelo. Ella gritaba y gritaba, y a veces se escuchaban frases cortas como o sigue o joder y entonces aumentaba la fuerza del golpeo del cabecero contra la pared. Yo bajaba el volumen de la radio.
La mañana siguiente era otra historia. Con suerte volvía a haber gemidos y golpes de cabecero y sucias frases cortas de una o dos palabras, pero poco después el sexo desaparecía y aparecían los ruidos de discusiones, de objetos volando, de llantos, de puertas que se abrían y se cerraban y de insultos. Había un gran portazo y pasos apurados escaleras abajo. Yo fumaba con la cabeza y el pecho por fuera de la ventana, sólo con mis calzoncillos de la suerte puestos –en realidad todos mis calzoncillos eran mis calzoncillos de la suerte–, y veía al pobre diablo alejarse por la plaza como el preso que logra escapar de la silla eléctrica.
­­–¡Sois todos iguales! ¿Me oyes?
Raquel gritaba desde se ventana. Estaba realmente cabreada.
–¡Todos sois iguales! ¡TODOS!
Entonces el tipo se volvía, cuando estaba a suficiente distancia como para no ser alcanzado por un objeto arrojado, y escuchaba cómo ella le decía algo más:
–¡Que no tenga que volver a cruzarme contigo, hijo de puta!
El tío me echaba a mí una rápida mirada y luego desaparecía.
Raquel permanecía allí. No me había visto. Desde arriba se le adivinaba un poco el escote. Después de calmaba un poco y empezaba a llorar y se metía dentro.
Poco rato después calculaba que ya se le había pasado la frustración y el cabreo y sólo le quedaba la tristeza. Me arreglaba un poco, me echaba colonia y descendía un piso por las escaleras. Me preguntaba cómo iría vestida.
Tardaba siempre uno o dos minutos en abrirme después de que sonara el timbre.
–¿Tú otra vez? –me decía.
Llevaba puestas una de sus camisas de cuadros. Cuadros azules, verdes, rojos y violetas. Siempre cuadros. Y en el medio una o las dos tetas a punto de salírsele. Era algo mágico. Estaba enamorado de Raquel.
–Sí –le contestaba–. No he podido evitar oír que discutías y… bueno, quería saber si estabas bien.
–Ya.
Tenía grandes ojeras, como si se hubiera pasado la noche entera llorando y no jodiendo como una bestia.
–Como no es la primera vez –seguía yo–, quería que supieras que si estás pasando un mal trago o necesitas cualquier cosa aquí está tu vecino de arriba.
–Escucha –me decía–. Es la tercera o cuarta vez que vienes. No sé quién te has creído para meterte en mi vida ni cuáles son tus intenciones pero te aseguro una cosa: nunca, nunca, nunca, y te juro que cuando te digo nunca es nunca, vas a conseguir que folle contigo. ¿Me has entendido? ¡NUNCA!
Las tetas estaban aún más cerca de escapársele cuando se alteraba y yo envidiaba al hijo de puta al que acababa de echar a gritos de su casa después de joderla a gusto una o dos veces.
–Y ahora largo –decía Raquel–, o terminaré llamando a la policía.
Cerraba la puerta y oía sus pies adentrándose en alguna de las habitaciones. Yo subía de nuevo las escaleras y volvía a mi triste vida: cigarrillos, un poco de cerveza, trabajos esporádicos, imbéciles que se me colaban en la cola del supermercado, viejos que no sabían conducir, Mariano Rajoy, todo eso.
Una de las veces decidí cambiar de estrategia. El tío había salido corriendo y ni siquiera tuvo que escuchar los insultos de Raquel desde la ventana. El tío debía de ser corredor profesional o algo así. Eran las diez y cuarto de la mañana.
Cuando bajé y timbré, en lugar de abrirme uno o dos minutos después, esta vez Raquel preguntó desde el otro lado de la puerta:
–Ya te dije que me olvidaras –dijo.
–Te traigo algo –contesté.
Supuse que estaba mirando por la mirilla y le enseñé una botella de vino. Era un vino barato, de seis o siete euros, pero la marca era desconocida y la etiqueta aparentaba cierto glamur. Supuse que estaría bien. Raquel abrió la puerta.
–Para ti –le dije–. Dicen que las penas con vino se pasan mejor.
Su camisa era blanca con cuadros azules, menos escotada que las otras veces. La vi sonreír por primera vez.
–Lo tuyo es la insistencia –me dijo.
Cogió la botella, leyó algo en la etiqueta y volvió a sonreír.
–Pasa, anda –me dijo.
Estaba dentro. Parecía un piso normal. Puertas y paredes y rodapiés como en el mío. Me dijo que me sentase. Estábamos en el salón. Se fue a por dos vasos y un sacacorchos. Bebimos, charlamos un rato y, poco después, me la follé.

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