Simón había sido
un voraz pajillero. Todo un profesional de la zambomba. Salido como un bonobo y
follador de pascuas en mayo.
Conoció a Rebeca.
La amiga de la novia de un amigo. Se gustaron, quedaron unas cuantas veces, se
enrollaron y, ¡tachán!, se hicieron novios. La primera pareja de Simón a sus treinta
y cuatro primaveras.
Al principio todo
fue de color de rosas. Cines, cenas, compras, recaditos, paseos por el parque,
paseos por la playa, paseos por el monte, escapadas de fin de semana y sobre
todo, follar y follar y follar como si no hubiera mañana. En hoteles, en el
coche, en casita cuando estaban solos, en casita cuando papá o mamá dormían en
la otra habitación, etcétera. Se pasaron la vida inundando de gemidos,
lamparones, condones usados y hediondos clínex todo cuanto sitio medianamente
íntimo se toparon.
El caso es que
Simón no podía ser más feliz. ¡Por fin se olvidó de sus pajas! Si notaba
ardores ahí abajo sólo tenía que llamar a Rebeca y descargar. En el peor de los
casos ella estaba de regla y tenía que esperar uno o dos días, un tiempo
irrisorio para Simón. Sólo en sus mejores sueños había igualado su realidad:
una realidad de fantasías que hasta entonces sólo encontraban salida encerrado
en el baño en un triste cinco para uno.
Mas el paso del
tiempo trajo también los avatares propios de una relación madura: planes de
futuro, moderación de la pasión y discusiones. Hablaban demasiado aún cuando no
tenían nada nuevo que contarse. Las cosas se hacían por hacer. Cada uno tiraba
por su lado.
Aunque jodían
habitualmente y con toda naturalidad, el sexo terminó siendo lo único salvable
de una relación que se apagaba.
Simón asumió el
nuevo escenario. Siempre sería mejor aguantar el chaparrón y meterla de vez en
cuando que condenarse a incontables años de pajas a diario. Mientras, Rebeca creyó
siempre en el amor subyacente bajo aquella nefasta realidad, y vivió soñando
que la felicidad resurgiría como por arte de magia.
Pero la felicidad
nunca resurgió, y por imposible que pareciese, el sexo terminó por resentirse.
Los polvos eran escasos en cuantía y parcos en placer. Correrse dentro del
preservativo era para Simón como lavar los cacharros después de comer o
limpiarse el culo tras cagar: un acto rutinario e ineludible, hasta que un buen
día no pudo más y, después de decirle a Rebeca que tenían que hablar y dar un
par de rodeos, soltó la frase que pondría fin a aquella tormentosa relación:
—Echo de menos las
pajas.
Jajajaja!!! Llevo un rato descojonándome. "Echo de menos las pajas", la mejor frase para acabar con una relación que he oído en mi vida. Aparte de eso, genial relato y genial tu forma de describir, no grandes acontecimientos, sino las pequeñas realidades de la vida. Te felicito, te estás convirtiendo en un maestro.
ResponderEliminar