Rocío fue una
amante cojonuda. De hecho fue mi amante con mi primera novia, con mi primera
mujer, tras el divorcio y ahora que estaba felizmente casado de nuevo con Carmen,
la mejor mujer que un hombre podría tener.
Pero Rocío fue
siempre... no sé cómo explicarlo: necesaria. Necesaria para un hombre perfectamente
inconformista, tan ambicioso como ignorante: puede que mis deseos fueran
objetivamente peores que mi realidad.
Rocío era una
mujer de los pies a la cabeza. Se mantenía en forma; le gustaba cuidarse. Y
atractiva: sabría cómo seducir a un tío curtido en mil polvos. Era además un
alma libre. Libre de toda necesidad de comprometerse, de dar explicaciones o de
sentirse mal por herir los sentimientos de éste o del de más allá. Había tenido
un grave accidente de moto y decía que haber estado cerca de la muerte cambió
bastante su forma de ver las cosas. Vivía la vida y contagiaba a los demás su
facilidad para ser feliz.
Follábamos en su
piso de las afueras, con su jardincito y sus arbustos y su fuente de piedra.
Alguna vez encontré la excusa de una reunión de trabajo para escaparnos a un
buen hotel, pero el piso de las afueras estaba bastante bien y llegado un
punto, solamente tenía que pasarme por allí sin dar mayores explicaciones a mis
parejas formales, que por algún
extraño motivo jamás sospecharon de mí y ni siquiera sabían de la existencia de
Rocío. Sobre todo Carmen; inocente como un cachorrito. Me daba pena y me
reconcomía la conciencia y por eso tenía que llamar a escondidas a Rocío para
que, con un par de frases, me convenciese de que lo que hacía no estaba mal.
Nos divertíamos.
Todo cambió una
mala tarde. Rocío me llamó al trabajo. Estaba asustada:
—Ven luego —me
dijo—. Es importante.
—Hoy no...
—¡ES MUY
IMPORTANTE!
No era ella muy de
calentones imperativos así que me temí lo peor. Cuando llegué me lo confirmó:
—Estoy embarazada
—dijo.
Estaba llorando
sentada en el sofá y con las piernas abiertas. Nunca la había visto triste.
—¿Es que no me oíste?
Voy a tener un hijo tuyo.
Fue el mayor palo
de mi vida.
—No puede ser
—dije.
—Cuanto antes lo
asumas, mejor.
—¿Pero estás
segura?
—Segurísima.
Controlo demasiado bien los retrasos.
Hablamos un poco
del asunto. De cómo pudo haber sucedido. Quién había tenido la culpa. Quién lo
sabía. Todo eso. Luego le dije que me tenía que ir. Era verdad.
—Seguiremos
hablando de esto —le dije.
—Por supuesto que
seguiremos hablando.
Rocío seguía
llorando cuando me fui. También triste era atractiva.
Yo parecía un
cadáver andante cuando llegué a casa. Por suerte Carmen estaba más atolondrada
que de costumbre y ni siquiera me preguntó si me había sucedido algo extraño en
el trabajo.
Hablaba con Rocío
a diario.
—Tendrás que
contárselo a tu mujer —decía—. Puedes ocultar una amante pero no un hijo.
—Lo sé. Dame
tiempo.
—Está bien.
No tenía ninguna
intención de contárselo a Carmen. En realidad no tenía ninguna intención de
nada. Bueno, sí, quizá de cortarme la picha o de tirarme de la azotea, pero
sabía que eso no sucedería, así que dejé que el tiempo pasase y recé para que Rocío
entrase en razón y abortara.
—Olvídate de eso
—decía—. Puedes elegir estar a mi lado o no, pero no elegirás que tenga a mi
hijo o no. Esa no es una opción.
No comprendía esa
actitud en una mujer como Rocío. Yo le insistía y ella empezó a odiarme.
—Mira —decía—,
será mejor que no me llames en un tiempo. Hazlo si tienes claro que quieres ser
el padre; si no olvídame.
¿Padre yo?,
pensaba. Ni de coña. En la vida había demasiadas cosas que hacer como para
asumir un marrón así. Claro que yo no era como Rocío, yo tenía conciencia y
acabaría jodido sabiendo que algo mitad mío andaba por este mundo y yo me
escondía.
Una noche me llamó
Rocío. Llevábamos un mes sin hablar.
—Estoy exactamente
de doce semanas y media. Me lo dijo el ginecólogo —dijo.
—Muy bien.
—Eso significa una
cosa.
—Sí, que son tres
meses —fue un intento de chiste inútil.
—Es otra cosa. Supongo
que una noticia muy buena para ti.
—No te sigo.
—Muy fácil: el
hijo no es tuyo.
—¿Cómo no?
—Esa semana tú y
yo no lo hicimos.
—¿Cómo estás tan
segura?
—Porque fueron los
días que vino Esteban.
—¿Qué Esteban?
—Un amigo de
Madrid. Te hablé una vez de él.
—No me acuerdo. ¿Y
tú y él...?
—Obviamente
—gritó—. ¿Cómo crees si no que...?
—Vale, vale. ¿Y él
lo sabe?
—Sí, desde hace un
rato que lo llamé.
—¿Y cómo se lo ha
tomado?
—Pues eso es lo
bueno: se viene para aquí para estar a mi lado.
No me esperaba
eso. Percibí que me pretendía dar una lección por su tono.
—Entonces vais en
serio —dije.
—Esperamos un hijo
juntos. Es una cuestión de coherencia.
—Ya.
Me dijo que tenía
que hacer unos recados, que sólo había llamado para darme la buena nueva. Le
deseé suerte. Ella a mí no.
Meses después
nació Leo, el hijo de Rocío y Esteban. Me crucé a los tres una vez en el parque
y pude ver al bebé. Definitivamente no tenía ningún parecido conmigo. Luego
hablé un rato con los padres. Esteban parecía un buen tipo. Seguramente haría
bien las cosas. Rocío me dijo que planearían su boda cuando se recuperase del
todo del embarazo y del parto. Le dije que me alegraba por ellos y que ojalá
fueran muy felices.
Aunque me joda
reconocerlo, Rocío ya parecía feliz junto a Esteban y Leo. Una felicidad distinta
a la que había exhibido a mi lado. Ya no era un alma libre. Era una mujer
madura y responsable. Una madre. Yo sentí tristeza sin saber muy bien por qué.
Quizá me veía a mí mismo como un cobarde o un inmaduro, y más cuando regresaba
a casa y miraba a Carmen a los ojos. Cuando la miro, de hecho. Quiero a esta
mujer. Bien sabe dios que amo a Carmen, que tiene todo lo que un hombre puede
desear, pero bien sabe también que no es ni será jamás un alma libre y feliz
como fue Rocío, y que jamás me contagiará esa felicidad.
Brillante, Alex, me encantó.
ResponderEliminarRetratás como pocos los sinsabores del diario vivir, como sucede con «Un alma libre». Y siempre es un gran gusto leerte.
¡Saludos!
A mi modo de ver, aparte de ser un egoísta y un cobarde, a este tipo lo que le ocurría era que cada vez que estaba con Rocío podía saborear un poco de esa libertad que ella transmitía, una libertad que todos deseamos pero que por la que muy pocos están dispuestos a sacrificarse pues en esta vida nada es gratis.
ResponderEliminarMuy bueno, como suele ser costumbre.