20 nov 2015

Un alma libre

Rocío fue una amante cojonuda. De hecho fue mi amante con mi primera novia, con mi primera mujer, tras el divorcio y ahora que estaba felizmente casado de nuevo con Carmen, la mejor mujer que un hombre podría tener.
Pero Rocío fue siempre... no sé cómo explicarlo: necesaria. Necesaria para un hombre perfectamente inconformista, tan ambicioso como ignorante: puede que mis deseos fueran objetivamente peores que mi realidad.
Rocío era una mujer de los pies a la cabeza. Se mantenía en forma; le gustaba cuidarse. Y atractiva: sabría cómo seducir a un tío curtido en mil polvos. Era además un alma libre. Libre de toda necesidad de comprometerse, de dar explicaciones o de sentirse mal por herir los sentimientos de éste o del de más allá. Había tenido un grave accidente de moto y decía que haber estado cerca de la muerte cambió bastante su forma de ver las cosas. Vivía la vida y contagiaba a los demás su facilidad para ser feliz.
Follábamos en su piso de las afueras, con su jardincito y sus arbustos y su fuente de piedra. Alguna vez encontré la excusa de una reunión de trabajo para escaparnos a un buen hotel, pero el piso de las afueras estaba bastante bien y llegado un punto, solamente tenía que pasarme por allí sin dar mayores explicaciones a mis parejas formales, que por algún extraño motivo jamás sospecharon de mí y ni siquiera sabían de la existencia de Rocío. Sobre todo Carmen; inocente como un cachorrito. Me daba pena y me reconcomía la conciencia y por eso tenía que llamar a escondidas a Rocío para que, con un par de frases, me convenciese de que lo que hacía no estaba mal.
Nos divertíamos.
Todo cambió una mala tarde. Rocío me llamó al trabajo. Estaba asustada:
—Ven luego —me dijo—. Es importante.
—Hoy no...
—¡ES MUY IMPORTANTE!
No era ella muy de calentones imperativos así que me temí lo peor. Cuando llegué me lo confirmó:
—Estoy embarazada —dijo.
Estaba llorando sentada en el sofá y con las piernas abiertas. Nunca la había visto triste.
—¿Es que no me oíste? Voy a tener un hijo tuyo.
Fue el mayor palo de mi vida.
—No puede ser —dije.
—Cuanto antes lo asumas, mejor.
—¿Pero estás segura?
—Segurísima. Controlo demasiado bien los retrasos.
Hablamos un poco del asunto. De cómo pudo haber sucedido. Quién había tenido la culpa. Quién lo sabía. Todo eso. Luego le dije que me tenía que ir. Era verdad.
—Seguiremos hablando de esto —le dije.
—Por supuesto que seguiremos hablando.
Rocío seguía llorando cuando me fui. También triste era atractiva.
Yo parecía un cadáver andante cuando llegué a casa. Por suerte Carmen estaba más atolondrada que de costumbre y ni siquiera me preguntó si me había sucedido algo extraño en el trabajo.
Hablaba con Rocío a diario.
—Tendrás que contárselo a tu mujer —decía—. Puedes ocultar una amante pero no un hijo.
—Lo sé. Dame tiempo.
—Está bien.
No tenía ninguna intención de contárselo a Carmen. En realidad no tenía ninguna intención de nada. Bueno, sí, quizá de cortarme la picha o de tirarme de la azotea, pero sabía que eso no sucedería, así que dejé que el tiempo pasase y recé para que Rocío entrase en razón y abortara.
—Olvídate de eso —decía—. Puedes elegir estar a mi lado o no, pero no elegirás que tenga a mi hijo o no. Esa no es una opción.
No comprendía esa actitud en una mujer como Rocío. Yo le insistía y ella empezó a odiarme.
—Mira —decía—, será mejor que no me llames en un tiempo. Hazlo si tienes claro que quieres ser el padre; si no olvídame.
¿Padre yo?, pensaba. Ni de coña. En la vida había demasiadas cosas que hacer como para asumir un marrón así. Claro que yo no era como Rocío, yo tenía conciencia y acabaría jodido sabiendo que algo mitad mío andaba por este mundo y yo me escondía.
Una noche me llamó Rocío. Llevábamos un mes sin hablar.
—Estoy exactamente de doce semanas y media. Me lo dijo el ginecólogo —dijo.
—Muy bien.
—Eso significa una cosa.
—Sí, que son tres meses —fue un intento de chiste inútil.
—Es otra cosa. Supongo que una noticia muy buena para ti.
—No te sigo.
—Muy fácil: el hijo no es tuyo.
—¿Cómo no?
—Esa semana tú y yo no lo hicimos.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque fueron los días que vino Esteban.
—¿Qué Esteban?
—Un amigo de Madrid. Te hablé una vez de él.
—No me acuerdo. ¿Y tú y él...?
—Obviamente —gritó—. ¿Cómo crees si no que...?
—Vale, vale. ¿Y él lo sabe?
—Sí, desde hace un rato que lo llamé.
—¿Y cómo se lo ha tomado?
—Pues eso es lo bueno: se viene para aquí para estar a mi lado.
No me esperaba eso. Percibí que me pretendía dar una lección por su tono.
—Entonces vais en serio —dije.
—Esperamos un hijo juntos. Es una cuestión de coherencia.
—Ya.
Me dijo que tenía que hacer unos recados, que sólo había llamado para darme la buena nueva. Le deseé suerte. Ella a mí no.
Meses después nació Leo, el hijo de Rocío y Esteban. Me crucé a los tres una vez en el parque y pude ver al bebé. Definitivamente no tenía ningún parecido conmigo. Luego hablé un rato con los padres. Esteban parecía un buen tipo. Seguramente haría bien las cosas. Rocío me dijo que planearían su boda cuando se recuperase del todo del embarazo y del parto. Le dije que me alegraba por ellos y que ojalá fueran muy felices.
Aunque me joda reconocerlo, Rocío ya parecía feliz junto a Esteban y Leo. Una felicidad distinta a la que había exhibido a mi lado. Ya no era un alma libre. Era una mujer madura y responsable. Una madre. Yo sentí tristeza sin saber muy bien por qué. Quizá me veía a mí mismo como un cobarde o un inmaduro, y más cuando regresaba a casa y miraba a Carmen a los ojos. Cuando la miro, de hecho. Quiero a esta mujer. Bien sabe dios que amo a Carmen, que tiene todo lo que un hombre puede desear, pero bien sabe también que no es ni será jamás un alma libre y feliz como fue Rocío, y que jamás me contagiará esa felicidad.

2 comentarios:

  1. Brillante, Alex, me encantó.
    Retratás como pocos los sinsabores del diario vivir, como sucede con «Un alma libre». Y siempre es un gran gusto leerte.
    ¡Saludos!

    ResponderEliminar
  2. A mi modo de ver, aparte de ser un egoísta y un cobarde, a este tipo lo que le ocurría era que cada vez que estaba con Rocío podía saborear un poco de esa libertad que ella transmitía, una libertad que todos deseamos pero que por la que muy pocos están dispuestos a sacrificarse pues en esta vida nada es gratis.
    Muy bueno, como suele ser costumbre.

    ResponderEliminar