14 nov 2012

Aquí hay trabajo

Había visto el anuncio en la parada del autobús, en un polvoriento papel que rezaba unas letras ininteligibles y con todos los números de teléfono aún sin arrancar. Llamó y concertó la cita. Le extrañó el lugar y la hora: un oscuro callejón en la parte ruinosa de la ciudad una noche de domingo.
Pero allí apareció, sin prejuicios de ningún tipo, emperifollado con su traje y sus zapatos nuevos y su gomina en el pelo y su carpeta con el currículum y el resto de papelorios ordenaditos. Accedió por una puerta tal y como se le había indicado y, tras atravesar más pasillos y puertas, el negro aire dejó paso a una atmósfera enrojecida; con un rojo vivo, magmático, hirviente, que brotaba de las esquinas y las ranuras de la estancia.
—Siéntate, por favor –escuchó una lúgubre voz procedente de una mesa desde la que ascendía humo de tabaco.
—Oh, sí.
El recién llegado tomó asiento. Apenas pudo ver la cara de su entrevistador, escondida tras la túnica que le rodeaba y la niebla de humo maloliente.
—¿Puedo ver tu carpeta?
Falanges y carpianos asomaron de las mangas de la túnica y repasaron las hojas que con tanto esmero había dispuesto el candidato.
—Ajá –decía la voz–. Hum… sí… bien…
—Si desea alguna aclaración no tiene más que preguntarme.
—Sólo un par de cosas.
—Adelante.
—¿Realmente estás interesado en el trabajo?
—Con toda mi alma, señor.
—Quizá quieras saber en qué consiste.
Contestó el candidato más por aparentar que por necesidad. Cualquier cosa le valdría:
—Sí, explíqueme, por favor.
—Bien, es un tema delicado. No todo el mundo está preparado.
—Creo que yo lo estaré, señor.
—Se trata de… bueno, se trataría de ayudarme un poco. Últimamente estoy muy atareado y dos manos más me vendrían muy bien.
—Comprendo.
—Es que ¿sabes? Con el rollo éste de la crisis a la gente se le da por morirse de más y no doy abasto.
—Claro…
—Y… bueno, sería algo muy delicado, pero sabes que cuando un cuerpo muere debe ser trasladado de este mundo. Ya se verá adonde, eso no es cosa mía, pero aquí no puede quedarse. Lo sabes, ¿no?
—Lo sé, lo sé.
—Y claro, con tanta muerte de personas, que son prioritarias, necesitaba alguien que me echara un cable con otros seres. ¿Te interesa?
—¿De qué me ocuparía?
—Perritos y gatitos. Es duro, sí, pero esos animalitos se mueren y también merecen una ultratumba digna, ¿no crees?
—Por supuesto.
—Estamos hablando de atropellos, gatos callejeros, todo eso… me han dado noticia de que últimamente se me han escapado unas cuantas almas y no sabes lo mal que me sienta.
—Lógico.
—Tendrías que recogerlos y llevarlos adonde se te indique. Eso ya se hablaría.
El extraño ser devolvió al candidato su carpeta y después se rascó la nuca con una guadaña que se sacó de la espalda. Sonaba al rascar a hueso limado.
—¿Quieres conocer las condiciones?
—Adelante.
—No te puedo pagar en metálico, lo reconozco, pero te prometo que comida, bebida y techo no te faltarían. Soy amigo del jefe de ahí abajo –señaló el suelo como queriendo atravesarlo con su falange índice–, y te puede conseguir un buen sitio si trabajas para mí.
—No sé. ¿Sin dinero?
—En el fondo es lo de menos. No lo necesitarías… en realidad no tiene importancia alguna porque aún no te conté la otra condición.
—Que es…
—Que si quieres trabajar para mí deberás estar muerto.
—¿Muerto?
—Sí, muerto. Existe una especie de pacto con el de ahí arriba –atravesó ahora el techo con su índice–, que como sabes es el que manda, y dice que para trabajos con el más allá no se puede estar vivo. Comprenderé que rechaces la oferta y…
—No he dicho tal cosa.
Entonces pensó el candidato en su corta vida. Sus padres, su pareja, sus amigos… pero trabajo era trabajo. Para eso lo habían educado, y tenía muy presente la voz de su madre: «no están los tiempos para rechazar nada.» «¡NADA!». No, definitivamente no podía rechazar el trabajo.
—Sólo una cosa –dijo el candidato.
—Te escucho.
—Es que me da miedo morirme. No sabría cómo hacerlo sin… sufrir.
Una risa diabólica retumbó tras la niebla.
—Compañero. Esa es una de las ventajas de estar de este lado.
—No le sigo, señor.
—¿Tú estás seguro de que quieres empezar?
—Sí.
—Y empezarías ya mismo.
—Sí.
—Perfecto –el ser se incorporó y ahora sí, descubrió bajo la túnica su esqueleto–. Entonces sabes que debo matarle.
—Todo por un trabajo.
—¿Preparado?
—Preparado. No me dolerá, ¿no? ¿Cómo la hará?
—Compañero. Tú sólo dame la mano y el contrato está firmado.
Se acercaron las falanges de un lado y la mano impoluta por el otro. Se produjo el contacto y el candidato cayó fulminado y con los ojos cerrados. Pero enseguida los abrió y se levantó. Era el nuevo empleado de la empresa. Por delante le esperaba una eternidad de duro pero necesario trabajo. Los hay con suerte.

3 comentarios:

  1. Por lo menos acababa de pasar penalidades y además estaba entretenido con el curro. Encima una tarea con trasfondo humanitario, qué suerte!!

    Saludos Alex

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  2. Muy bueno, como la vida misma

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