Había
visto el anuncio en la parada del autobús, en un polvoriento papel que rezaba
unas letras ininteligibles y con todos los números de teléfono aún sin
arrancar. Llamó y concertó la cita. Le extrañó el lugar y la hora: un oscuro
callejón en la parte ruinosa de la ciudad una noche de domingo.
Pero
allí apareció, sin prejuicios de ningún tipo, emperifollado con su traje y sus
zapatos nuevos y su gomina en el pelo y su carpeta con el currículum y el resto
de papelorios ordenaditos. Accedió por una puerta tal y como se le había indicado
y, tras atravesar más pasillos y puertas, el negro aire dejó paso a una
atmósfera enrojecida; con un rojo vivo, magmático, hirviente, que brotaba de
las esquinas y las ranuras de la estancia.
—Siéntate,
por favor –escuchó una lúgubre voz procedente de una mesa desde la que ascendía
humo de tabaco.
—Oh,
sí.
El
recién llegado tomó asiento. Apenas pudo ver la cara de su entrevistador,
escondida tras la túnica que le rodeaba y la niebla de humo maloliente.
—¿Puedo
ver tu carpeta?
Falanges
y carpianos asomaron de las mangas de la túnica y repasaron las hojas que con
tanto esmero había dispuesto el candidato.
—Ajá
–decía la voz–. Hum… sí… bien…
—Si
desea alguna aclaración no tiene más que preguntarme.
—Sólo
un par de cosas.
—Adelante.
—¿Realmente
estás interesado en el trabajo?
—Con
toda mi alma, señor.
—Quizá
quieras saber en qué consiste.
Contestó
el candidato más por aparentar que por necesidad. Cualquier cosa le valdría:
—Sí,
explíqueme, por favor.
—Bien,
es un tema delicado. No todo el mundo está preparado.
—Creo
que yo lo estaré, señor.
—Se
trata de… bueno, se trataría de ayudarme un poco. Últimamente estoy muy
atareado y dos manos más me vendrían muy bien.
—Comprendo.
—Es
que ¿sabes? Con el rollo éste de la crisis a la gente se le da por morirse de
más y no doy abasto.
—Claro…
—Y…
bueno, sería algo muy delicado, pero sabes que cuando un cuerpo muere debe ser
trasladado de este mundo. Ya se verá adonde, eso no es cosa mía, pero aquí no
puede quedarse. Lo sabes, ¿no?
—Lo
sé, lo sé.
—Y
claro, con tanta muerte de personas, que son prioritarias, necesitaba alguien
que me echara un cable con otros seres. ¿Te interesa?
—¿De
qué me ocuparía?
—Perritos
y gatitos. Es duro, sí, pero esos animalitos se mueren y también merecen una
ultratumba digna, ¿no crees?
—Por
supuesto.
—Estamos
hablando de atropellos, gatos callejeros, todo eso… me han dado noticia de que
últimamente se me han escapado unas cuantas almas y no sabes lo mal que me
sienta.
—Lógico.
—Tendrías
que recogerlos y llevarlos adonde se te indique. Eso ya se hablaría.
El
extraño ser devolvió al candidato su carpeta y después se rascó la nuca con una
guadaña que se sacó de la espalda. Sonaba al rascar a hueso limado.
—¿Quieres
conocer las condiciones?
—Adelante.
—No
te puedo pagar en metálico, lo reconozco, pero te prometo que comida, bebida y
techo no te faltarían. Soy amigo del jefe de ahí abajo –señaló el suelo como
queriendo atravesarlo con su falange índice–, y te puede conseguir un buen
sitio si trabajas para mí.
—No
sé. ¿Sin dinero?
—En
el fondo es lo de menos. No lo necesitarías… en realidad no tiene importancia
alguna porque aún no te conté la otra condición.
—Que
es…
—Que
si quieres trabajar para mí deberás estar muerto.
—¿Muerto?
—Sí,
muerto. Existe una especie de pacto con el de ahí arriba –atravesó ahora el
techo con su índice–, que como sabes es el que manda, y dice que para trabajos
con el más allá no se puede estar vivo. Comprenderé que rechaces la oferta y…
—No
he dicho tal cosa.
Entonces
pensó el candidato en su corta vida. Sus padres, su pareja, sus amigos… pero
trabajo era trabajo. Para eso lo habían educado, y tenía muy presente la voz de
su madre: «no están los tiempos para rechazar nada.» «¡NADA!». No,
definitivamente no podía rechazar el trabajo.
—Sólo
una cosa –dijo el candidato.
—Te
escucho.
—Es
que me da miedo morirme. No sabría cómo hacerlo sin… sufrir.
Una
risa diabólica retumbó tras la niebla.
—Compañero.
Esa es una de las ventajas de estar de este lado.
—No
le sigo, señor.
—¿Tú
estás seguro de que quieres empezar?
—Sí.
—Y
empezarías ya mismo.
—Sí.
—Perfecto
–el ser se incorporó y ahora sí, descubrió bajo la túnica su esqueleto–.
Entonces sabes que debo matarle.
—Todo
por un trabajo.
—¿Preparado?
—Preparado.
No me dolerá, ¿no? ¿Cómo la hará?
—Compañero.
Tú sólo dame la mano y el contrato está firmado.
Se
acercaron las falanges de un lado y la mano impoluta por el otro. Se produjo el
contacto y el candidato cayó fulminado y con los ojos cerrados. Pero enseguida
los abrió y se levantó. Era el nuevo empleado de la empresa. Por delante le
esperaba una eternidad de duro pero necesario trabajo. Los hay con suerte.
Por lo menos acababa de pasar penalidades y además estaba entretenido con el curro. Encima una tarea con trasfondo humanitario, qué suerte!!
ResponderEliminarSaludos Alex
Genial
ResponderEliminarMuy bueno, como la vida misma
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