18 nov 2012

El Rey Pene

Érase un hombre y su pene gigante. Un pene ostensible y venoso que alcanzaba la palma y media de largo y gordo como pata de borrego, escudado por dos testículos orondos y macizos que al rozar sonaban a repiqueteo de campana. 
Pronto la majestuosidad de su miembro le granjeó al portador fama y renombre, y ya de joven se le sucedieron lisonjas, motes y, por supuesto, amantes. Las muchachas de los alrededores escuchaban historias, a veces reales, a veces exageradas, acerca del indiscutible poder de aquel miembro erecto, y enardecían en sus entrañas y hasta enloquecían, buscándose luego una buena excusa en una feria, una verbena o un ágape en el pueblo del hombre para acercársele y yacer con él y llevarse de vuelta, sin duda, la experiencia más extraordinaria que su vida pudiera conferirles.
Tal era el vocerío y el clamor popular que cuando el hombre sobrepasó la treintena, las autoridades claudicaron ante aquel semidios de encomiable entrepierna y le coronaron Rey de todas las comarcas, con todos los honores que semejante puesto conllevaba: castillo, servicio, guardia real y tributos de todo tipo, materiales y personales; normalmente en forma de doncellas que, si ya de por sí se sentían atraídas por el tamaño del pene, el acicate de la corona sobre la cabeza del hombre que lo portaba terminaba por convencer incluso a las más reticentes.
Pasaron los años y hubo grandes períodos de paz. El Rey Pene guio a su pueblo por la senda del bien, y a cambio los pueblerinos le juraron fidelidad eterna y los orfebres le fabricaron una corona de oro y diamantes para la cabeza de abajo. Cada año, coincidiendo con el aniversario de su coronación, el Rey Pene comparecía ante la multitud y, bajados los pantalones, lucía su enorme pene coronado para regocijo del gentío. Buscaba el Rey una gran erección, hasta el punto de llegar a palidecer por la ausencia de sangre allén del pene. A eso el pueblo le llamaba éxtasis.
Pero había un asunto que preocupaba en la corte. Precisaba el Rey un sucesor, alguien con un pene similar al suyo que diera continuidad a la estirpe del bien. Pero no sólo parecía lejano el día del nacimiento del príncipe heredero, sino que no existía siquiera una candidata a reina y madre. Los más allegados aseguraban incluso que el Rey era un hombre triste, precisamente por no haber hallado el amor, mas no comprendían por qué un hombre con semejante poder podía no encontrarlo entre tantas candidatas dispuestas a entregarle su alma.
El secreto residía precisamente en el gran poder del Rey Pene. Desde hacía años el Rey rondaba a una de las sirvientas, una joven dulce y hermosa que había cautivado no sólo la entrepierna, sino el corazón de quien ostentaba el trono. Ella, reticente en un primer momento, se dejó conocer y fue entonces cuando descubrió la verdadera persona del Rey, cayendo igualmente enamorada. Mantuvieron su amor a través de encuentros secretos de los que nadie en el castillo llegó a sospechar. Hablaron de bodas, de sucesiones, de los prejuicios del pueblo si su historia saliese a la luz. Pero no era eso lo que imposibilitaba el feliz anuncio de la relación. Era algo mucho más sutil, algo que desdichaba definitivamente al Rey y contra lo que no existía remedio: su doncella era de vagina minúscula.  

1 comentario:

  1. Muy divertido Alex!!

    Qué lástima que no encontrara también una vaina a la medida de su amor.

    ResponderEliminar