9 nov 2012

Lección de astronomía

Se llamaba Paula y estábamos en aquel descampado de La Zapateira. No cerca de los chalés de los coruñeses ricos ni de los jugadores del Dépor, sino en La Zapateira profunda, aunque no tanto como para huir de las luces de la ciudad.
—Se ve bien –dijo.
—Bah, creí que estaría mejor.
No hablaba demasiado y eso me gustaba, pero se equivocaba con eso de que se veía bien. Admitiría un «se ve regular», o un «se ve decentemente». Pero un «se ve bien» sólo podía provenir de alguien que en su vida hubiera visto realmente una buena noche despejada.
—¿Tienes frío? –le dije.
—No.
—¿Seguro? –temblaba un poco.
—Segurísimo.
Le ofrecí mi abrigo de todas formas. De lo contrario tardaría muy poco en confesar que, efectivamente, tenía frío.
Os cuento. Venía de una relación movidita; con idas y venidas, peleas y discusiones. Una puta mierda de relación, vamos. Total, que me quedé bastante acojonado con respecto al género femenino y como con ganas de venganza, pero esa venganza sólo había dado lugar a desconfiar bastante, así que cuando conocí a Paula quise ir despacio. Por lo menos despacio para un tío, y tuvimos varias citas sin que pasase nada. Cenamos sin que pasase nada. Paseamos sin que pasase nada. Fuimos al cine sin que pasase nada. Y sin que pasase nada le conté media vida y, entre otras cosas, que me gustaba mucho eso de mirar las estrellas, con la sorpresa de que me contestó que a ella también, que se había leído bastantes libros del asunto. Y por eso en nuestra siguiente cita la recogería e iríamos a un lugar donde el cielo se viera bien, aunque repito que sólo se veía regular o decentemente. Demasiado amarillo en el horizonte. Demasiados árboles altos. No. No me convencía.
Pero allí estábamos, tirados en una manta y cenando unas hamburguesas del McAuto, mientras empezábamos a hablar de lo que había allí arriba.
—¿Conoces eso? –le decía.
—El Carro, ¿no?
—Sí –había sido una fácil, sólo para probarla.
—¿Y esa?
—La uve doble. No me acuerdo del nombre.
Era raro pero podía ser. Casiopea, le dije. No quería quedar de pedante pero necesitaba saber si no me había mentido en eso de que le gustaban las estrellas.
Cenamos y estábamos boca arriba.
—La Estrella Polar, ¿sabes localizarla?
—No.
Tuve que explicárselo: todo el rollo de contar cinco veces la distancia entre las dos más orientales del carro y girar un poco a la derecha. Se quedó fascinada, y más al descubrir por qué se llamaba también la Estrella del Norte.
Me preguntó por una que brillaba más que los demás.
—Eso es un planeta –dije.
—Porque no es intermitente, ¿no?
—Sí.
—¿Es Venus?
Mal, mal, mal… No le harían falta ni libros para saber que era imposible que se tratara de Venus. Si está más cerca del Sol que la tierra nunca se podría ver de noche cerca del cénit (tuve que explicarle también qué era eso del cénit).
Allí seguíamos. Ella compensaba cierta ignorancia en la materia con fascinación hacia mí, aparentes ganas de aprender y supuestas promesas de hacer de excelente alumna del maestro. Pero yo, ciertamente, estaba desencantado. Pensaba que me había engañado como un idiota, que, o bien era mentira lo de su interés por las estrellas y se lo había inventado para conseguirme, o bien realmente se creía lista de verdad, y no sé qué sería peor.
Tampoco tuve mucho tiempo para pensar cómo deshacerme de ella. En un silencio se me arrimó y, en cuestión de segundos, se me subió encima y acercó su cara a la mía hasta besarme.
—Esto era lo que querías, ¿no? –pensé.
—Claro. Soy un tío. ¿Para qué iba a traerte aquí si no?
—¿A quién carajo le importan las putas estrellas? Tú lo que quieres es esto, como todos…
Me peleaba con estos pensamientos mientras nos deshacíamos de la ropa, sólo de la necesaria para tenernos acceso ahí abajo.
—Estaba deseándolo –me dijo.
Empezamos. Noté mi derrota. Mi humillación. Yo, sucumbiendo como hubiera hecho sin ser el supuesto tío maduro en que creía me había convertido.
—Joder, cómo me pones –decía ella cada poco–. Me estabas poniendo con todo eso de las estrellas.
Hablaba poco pero resulta que durante el sexo la tía se soltaba y yo, que ya soy normalmente callado, en ese caso más aún. Pero sí, ella me estaba poniendo a mí también y bastante, con lo que mi derrota era cada vez más humillante.
Terminamos… o bueno, terminé. Ella… no lo sé, quizá. Entre tanto hablar…
—Maravilloso –dijo–. Maravilloso.
Me latía rápido el corazón. Sin comerlo ni beberlo había sido el polvo de mi vida. Se echó a un lado y volvimos a quedarnos los dos boca arriba, con las estrellas como testigo.
—¿Y ahora qué? –pensé–. A volver a una relación, a las discusiones, a las peleas… en una buena te has metido, chaval.
Paula habló:
—Me ha encantado la cita. ¿Y a ti?
—Sí. Ha estado bien.
—Genial. Para mí, genial.
Jadeaba al hablar. Al fin y al cabo ella había hecho todo el trabajo.
Pasó un rato en silencio.
—¿Nos iremos? –dijo– Empiezo a tener un poco de frío.
—Extraterrestres –pensé–. Puedo decirle que me quedaré porque una nave espacial bajará según una predicción maya para transmitirnos un mensaje crucial a toda la humanidad. Al principio me tomará a broma pero cuando vea que realmente estoy esperando a los extraterrestres me dará por loco y no querrá saber nada de mí. Necesito una estrella… un nombre…
—¿Qué? –dijo Paula– ¿Vamos o no?
Nos levantamos, recogimos y nos subimos al coche. Dentro me besó otra vez.
—Ha sido increíble –dijo–. Gracias.
—Estás jodido –pensé–. Ahora a aguantar hasta que… hasta que ella quiera, igual que Marta –Marta es mi ex–. Si ni siquiera le as aguantado el primer asalto. Hará contigo lo que quieras…
Así de hundido llegué a casa, sin ninguna propuesta en firme, cierto es, de volvernos a ver, pero convencido de que al día siguiente nos encontraríamos en la facultad y me hablaría de más citas, de planes, de bodas, ¡yo que sé!
Pero no. Resulta que no le vi el pelo y, cuando llegué a casa para comer, encendí el ordenador y tenía un email suyo. «Seré sincera», ponía en el asunto, y tras repetirme que había estado muy bien lo de la noche anterior, me confesaba que lo sentía pero que no le veía mucho futuro a lo nuestro, que a ella le gustaban los tíos un poco más «cañeros», y no los románticos que se van al monte a ver estrellas, que no quería hacerme daño pero era mejor que no nos viésemos y bla, bla, bla…
Le di a «responder» pero no sabía qué decir. Es que no sabía ni cómo me sentía. No tenía ni idea. Me habían hecho jaque mate, eso seguro, pero ¿debía alegrarme?, ¿entristecerme? No lo sé. Sólo sé que, como último gesto de derrota, finalmente le escribí que no se preocupara y que yo también me lo había pasado muy bien.
Me pregunto qué coño espero yo mismo de las siguientes tías que pasen por mi vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario