25 abr 2013

Caído del cielo

Se acababa de morir y se iba cagando en dios mientras, hecho alma, ascendía las interminables escaleras mecánicas dirección cielo. Cuando llegó apenas había cola y todos los de delante accedían sin problemas:
—Será que se confesaron en el último momento y al carajo –se dijo a sí mismo.
Era su turno. San Pedro le pidió al angelito que tenía de becario en la mesa de al lado que le entregase su hoja de servicios:
—¿Nombre? –le preguntó al recién llegado.
—¿Eso qué más da?
—Tenemos un rebelde, ¿eh? No importa, por tu hoja lo tienes jodido, amigo.
Éste se encogió de hombros, como si de sobras supiera que lo tenía jodido.
—Así es la vida –dijo.
—Una vida muy completa la tuya.
San Pedro leía la lista y levantaba las cejas sorprendido:
—¿Pero a que te has dedicado, pecador? Banquetes, borracheras, bacanales… y ni una buena acción.
Eso es la vida –confirmó el otro.
—Y mujeres, sobre todo mujeres. Veo aquí que has pecado con multitud de esas criaturas del demonio.
—De todos los colores y lugares.
—Ya veo… –al santo se le dilataban las pupilas a medida que leía el historial– Lo has hecho con una importante política y todo.
—La presidenta ni más ni menos. Y en su propio despacho. No veas lo sumisas que se pueden volver las más poderosas en ciertas circunstancias.
—También con dos jóvenes al mismo tiempo…
—Oh sí, menuda noche. Eché de menos tener dos… ya sabes.
—Sí, sí, ya sé. ¿Y qué me dices de esto? ¡Una mujer casada y con hijos!
—Esas son las mejores. Lo hacen como por despecho, ¿comprendes?
—Prefiero no comprender. También hay una monja. Una sierva de Nuestro Señor.
—Ya lo creo. Y sin quitarse el hábito siquiera.
El angelito de la mesa no levantaba cabeza, inmiscuido en un asunto que aparentemente le tenía muy ocupado. Era obvio que se sentía escandalizado por lo que llegaba a sus oídos.
—¿Entonces preparo los papeles para el infierno? –preguntó el pecador.
—No tan deprisa –San Pedro rebuscó entre la lista de atrocidades–. Veo una profesora de guardería entre las cunas de los bebés… una testigo de Jehová que fue a su domicilio… la carnicera… la pescadera… la del kiosko…
—Ajá –el otro sonrió orgulloso.
—Amén de las decenas de mujeres en otras tantas noches locas.
—¡Justo!
—Y qué más… –San Pedro pareció encontrar la gota que colmaba el vaso– ¡Aquí! Veo que era usted muy dado a las orgías.
—Me gustan, sí.
—O sea que se reunían unos cuantos y comían y bebían y…
—De todo –al pecador se le cayó una baba cuello abajo.
—Y le daban al fornicio hasta altas horas.
San Pedro calló e hizo unas anotaciones en una hoja que le pidió al angelito y dio a este unas cuantas órdenes inaudibles.
—Pues ya tenemos tu destino, amigo –dijo después al otro.
—Que está claro cuál es…
—Me temo que sí.
—No te preocupes, si ya lo sabía mientras actuaba.
—Pues yo no lo he tenido tan claro.
—¿Ah no? Creí que era un pecador de manual.
—Eso sí, pero aquí pasa todo dios. Últimamente no nos ponemos muy exigentes si no esto se queda vacío.
—¿Entonces?
San Pedro se acarició la barba para darle un toque pedagógico a su respuesta:
—Aquí te ibas a aburrir como una ostra.
—¿Perdón?
El santo pulsó un botón rojo en el extremo de la mesa del angelito y una trampilla se abrió bajo los pies del pecador, que cayó al vacío en medio de un grito seco y desesperado que pronto se transformó en silencio. Antes de atender al siguiente puso una mano sobre el hombro del angelito y murmuró:
—Siempre se van los mejores. Menuda la que se debe de estar montando ahí abajo.
Y antes de seguir con su trabajo adoptó una pose melancólica y suspiró:
—Qué coño haría yo para merecer esto.
Y después:
—Quien fuera un puto mortal cualquiera…

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