Se acababa de morir y se iba cagando en dios
mientras, hecho alma, ascendía las interminables escaleras mecánicas dirección
cielo. Cuando llegó apenas había cola y todos los de delante accedían sin
problemas:
—Será que se confesaron en el último momento y al
carajo –se dijo a sí mismo.
Era su turno. San Pedro le pidió al angelito que
tenía de becario en la mesa de al lado que le entregase su hoja de servicios:
—¿Nombre? –le preguntó al recién llegado.
—¿Eso qué más da?
—Tenemos un rebelde, ¿eh? No importa, por tu hoja
lo tienes jodido, amigo.
Éste se encogió de hombros, como si de sobras
supiera que lo tenía jodido.
—Así es la vida –dijo.
—Una vida muy completa la tuya.
San Pedro leía la lista y levantaba las cejas
sorprendido:
—¿Pero a que te has dedicado, pecador? Banquetes,
borracheras, bacanales… y ni una buena acción.
—Eso es
la vida –confirmó el otro.
—Y mujeres, sobre todo mujeres. Veo aquí que has
pecado con multitud de esas criaturas del demonio.
—De todos los colores y lugares.
—Ya veo… –al santo se le dilataban las pupilas a
medida que leía el historial– Lo has hecho con una importante política y todo.
—La presidenta ni más ni menos. Y en su propio
despacho. No veas lo sumisas que se pueden volver las más poderosas en ciertas
circunstancias.
—También con dos jóvenes al mismo tiempo…
—Oh sí, menuda noche. Eché de menos tener dos… ya
sabes.
—Sí, sí, ya sé. ¿Y qué me dices de esto? ¡Una mujer
casada y con hijos!
—Esas son las mejores. Lo hacen como por despecho,
¿comprendes?
—Prefiero no comprender. También hay una monja. Una
sierva de Nuestro Señor.
—Ya lo creo. Y sin quitarse el hábito siquiera.
El angelito de la mesa no levantaba cabeza,
inmiscuido en un asunto que aparentemente le tenía muy ocupado. Era obvio que
se sentía escandalizado por lo que llegaba a sus oídos.
—¿Entonces preparo los papeles para el infierno?
–preguntó el pecador.
—No tan deprisa –San Pedro rebuscó entre la lista
de atrocidades–. Veo una profesora de guardería entre las cunas de los bebés…
una testigo de Jehová que fue a su domicilio… la carnicera… la pescadera… la
del kiosko…
—Ajá –el otro sonrió orgulloso.
—Amén de las decenas de mujeres en otras tantas
noches locas.
—¡Justo!
—Y qué más… –San Pedro pareció encontrar la gota
que colmaba el vaso– ¡Aquí! Veo que era usted muy dado a las orgías.
—Me gustan, sí.
—O sea que se reunían unos cuantos y comían y
bebían y…
—De todo –al pecador se le cayó una baba cuello
abajo.
—Y le daban al fornicio hasta altas horas.
San Pedro calló e hizo unas anotaciones en una hoja
que le pidió al angelito y dio a este unas cuantas órdenes inaudibles.
—Pues ya tenemos tu destino, amigo –dijo después al
otro.
—Que está claro cuál es…
—Me temo que sí.
—No te preocupes, si ya lo sabía mientras actuaba.
—Pues yo no lo he tenido tan claro.
—¿Ah no? Creí que era un pecador de manual.
—Eso sí, pero aquí pasa todo dios. Últimamente no
nos ponemos muy exigentes si no esto se queda vacío.
—¿Entonces?
San Pedro se acarició la barba para darle un toque
pedagógico a su respuesta:
—Aquí te ibas a aburrir como una ostra.
—¿Perdón?
El santo pulsó un botón rojo en el extremo de la
mesa del angelito y una trampilla se abrió bajo los pies del pecador, que cayó
al vacío en medio de un grito seco y desesperado que pronto se transformó en
silencio. Antes de atender al siguiente puso una mano sobre el hombro del
angelito y murmuró:
—Siempre se van los mejores. Menuda la que se debe
de estar montando ahí abajo.
Y antes de seguir con su trabajo adoptó una pose
melancólica y suspiró:
—Qué coño haría yo para merecer esto.
Y después:
—Quien fuera un puto mortal cualquiera…
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