Tengo
un amigo en el gimnasio que es todo un personaje. Se llama Pipo y suelo
coincidir con él en los vestuarios, con las mingas al aire y diríase que
prestos a iniciar una lucha de sables.
—El
caso –me dijo una vez–, es que ese día mi novia había venido conmigo al
gimnasio, pero andábamos cada uno a nuestro aire. Entonces, en un momento que
cambiaba de ejercicio vi su culo redondito moviéndose arriba y abajo sobre la
máquina de step, con las piernas a juego, doblándose sutilmente.
»Así
que no lo dudé y dije esta es la mía,
y me acerqué por detrás y cuando estaba a unos centímetros saqué mis dedos así
–hizo una trivial demostración– y le pellizqué en toda la cacha. Cuando
reaccionó y empezó a girar la cabeza abrí la mano –la abrió–, y le casqué una
chaparreta bastante fuerte que sonó en toda la sala.
»El
problema –movió afirmativamente la cabeza y agarró mi hombro–, es que la tía se
giró del todo y… ¡exacto! ¡No era ella! Vestía exactamente igual que mi novia y
hasta en el culo se parecían. El caso es que me puse rojísimo, y ella también,
y no sabía dónde meterme, y vi su cara de indignación y le pedí perdón cien mil
veces y le expliqué la confusión y hasta le señalé a mi novia (que por cierto, estaba
estirando y por suerte no se había enterado de nada), para que viese que,
efectivamente, llevaba una camiseta y unas mallas casi iguales y el parecido
era más que razonable.
Pipo y
yo nos reímos con la historia y me aseguró que había sido un mal trago pero que
la chica no le dio más importancia y de hecho ahora se saludaban y bromeaban
cuando se veían.
—Ya,
pero lo que pasa –me dijo semanas después–, es que creo que tengo un problema
grave que debería hacérmelo mirar –le pregunté cual–. Que desde entonces van
como cinco o seis veces que me confundo a mi novia con otra. No sé… veo un culo
bonito como el suyo y creo que es el de ella y le cae o chaparreta o pellizco o
palmadita cariñosa. Luego tengo que dar explicaciones y disculparme.
Le dije
que no me lo tragaba y se puso serio, jurando y perjurando que lo hacía sin
querer.
—¿Qué
le voy a hacer –concluyó–, si todas se me parecen a mi novia?
Le di
la razón como a los locos y ahí se acabó la conversación.
Pocos
días después descubrí el fraude: Pipo no tenía novia. Lo pillé in fraganti
pellizcando a una y luego le pregunté y me lo confesó.
Claro
que también me di cuenta de algo más preocupante, y es que yo en el gimnasio no
tengo amigos pero sí guardo el recuerdo de unos culos moviéndose arriba y abajo
y unas manos que se les acercan por detrás.
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