Era
un lunes al mediodía y Mariana estaba aburrida tras tantas horas de clase. Las
cosas no le salían: el ordenador no le respondía en la hora de Informática,
luego no supo contestar correctamente a un par de preguntas del profesor que
siempre la miraba con mala cara y encima el chico que le gustaba no paraba de
tontear con la rubia guapa que se le sentaba delante.
Por
eso a la tercera vez que fue requerida por el profesor, sacó disimuladamente
del bolso el reloj que le habían regalado hacía nada y lo manipuló bajo el
pupitre, a salvo del resto de la clase. Giró una ruedecita hasta que una aguja
roja indicó diez minutos y después pulsó hacia dentro la propia ruedecita,
hasta escuchar clic.
Entonces
se levantó y todos la miraron; los diez alumnos y el profesor.
—Tú
–le dijo Mariana–, que sepas que me pareces un auténtico gilipollas.
Iba
a abrir el hombre la boca pero Mariana no se lo permitió:
—Y,
por cierto, tienes pinta de muy mal follado.
Hubo
quien no pudo disimular la risa pero nadie dijo esta boca es mía.
—¿Qué
coño os pasa? –gritó Mariana, ajustándose después las gafas.
De
un firme puntapié, la mochila de su compañero salió volando por el medio del
pasillo y cayó a los pies del profesor, que seguía inmóvil. Cogió su pupitre
que, para su sorpresa, pesaba menos de lo que parecía, y tras un grito lo lanzó
aleatoriamente. El chico que le gustaba se apartó y fue a golpear la silla
vacía junto a la rubia, a la que rozó una de las patas, y soltó un alarido.
Mariana
chilló una vez más hasta casi quedarse afónica, agarró el bolso y caminó hacia
la puerta. Se giró y escupió profundamente, dejando su escupitajo redondo bien
a la vista de todos. Antes de salir regresó junto al chico que le gustaba y lo
sujetó por el cuello de la camisa:
—Tú,
imbécil –le dijo–, sal conmigo.
El
chico, asustado, le hizo caso con el rabo entre las piernas y ambos salieron.
—Al
baño –dijo Mariana, propinándole un empujón que le obligaba a avanzar más
aprisa.
Lo
siguió empujando hasta que estuvieron encerrados en uno de los baños de chicas.
Allí Mariana lo arrinconó y le besó apasionadamente. Primero el chico se mostró
reacio pero enseguida cedió y le siguió el ritmo. Estuvieron minutos magreando
hasta que fuera empezó a escucharse el tumulto de gente que les buscaba. Mariana
sabía que le quedaba poco y aprovechó para agarrarle con violencia el paquete
al chico y coger su mano para introducírsela bajo su falda: de él no hubiera
salido. Con un último beso acompañado de un mordisco en la cara salió del baño
y corrió hacia la salida de la academia, a punto de ser alcanzada por el
profesor, la jefa de estudios y un grupo de alumnos que se habían aventurado a
la búsqueda.
Fuera
y a salvo de sus perseguidores, Mariana cogió de nuevo el reloj. Sabía que sólo
debía esperar: segundos, minutos quizá; pero, horrorizada, comprobó que la
aguja roja seguía indicando diez minutos y no se había movido un ápice. Ardió
en cólera y agitó el reloj reiteradamente, con nulo resultado.
Humillada,
corrió entre lágrimas a su piso donde, en la mesilla, buscó con las manos
temblorosas el librito de instrucciones. Había hecho todo bien: lo había
calibrado en casa, luego había fijado el tiempo y por último al pulsar la
ruedecita la aguja debería haber empezado a correr. Pero no lo había hecho por
una simple razón. En la última línea del libro de instrucciones ponía, en letra
pequeña: no contiene pilas.
Mariana
sollozó desesperada y lanzó el reloj contra la pared, destartalándolo en mil
pedazos. El complejo mecanismo quedó al descubierto; la fabulosa máquina del
tiempo que aquel feriante le había regalado era inútil.
Días
después, Mariana había hecho la maleta y se había cambiado de ciudad. Tenía la
opción de regresar a la academia y explicarlo todo, o alegar que había sido un
ataque de locura, pero decidió no hacerlo. La chica rubia, como sospechaba, no
había tardado en dar a conocer a todos sus conocidos el asunto a través de mil
y una redes sociales, y estaba perdida.
Semanas
después, cuando ya se había acomodado a su nueva casa, recibió una noche
cualquiera un mensaje en el móvil. Era el chico que le gustaba que, sin saber
cómo, había conseguido su número. Ponía: «Lo del otro día fue increíble. Cuando
quieras repetimos».
Mariana
sonrió y empezó a ver la vida de otra manera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario